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Renta básica, acceso al trabajo y emancipación social

Renta básica, acceso al trabajo y emancipación social: reflexiones para un programa de izquierdas*

David Casassas

* Este texto ha sido escrito en el marco del Proyecto de Investigación CSO2009-09890, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.

Pensar la renta básica en tiempos de crisis, y hacerlo en clave emancipatoria, tratando de ubicar dicha propuesta en el seno de un proyecto político que aspire a universalizar el acceso a las condiciones materiales de la libertad, exige, ante todo, tomar conciencia del hecho de que, en abstracto, la renta básica no es necesariamente una propuesta de izquierdas.

Sin ir más lejos, autores y propagandistas de corte ultra-liberal o de impronta libertariana más o menos avispados como el estadounidense Charles Murray han presentado la renta básica, precisamente, como el gran pretexto para eliminar el Estado de Bienestar o, incluso, para evitar que éste se despliegue en aquellos espacios y sociedades actualmente carentes de regímenes de bienestar mínimamente consolidados[i]. Para tales autores, la renta básica podría actuar como red mínima  –y única– de salvación para el funcionamiento de un mundo carente de instancias (supuestamente) sobre-protectoras –como los actuales regímenes de bienestar, precisamente– y basado exclusivamente en el (supuesto) esfuerzo individual y en la (supuesta) lucha por la (supuesta  mente posible) supervivencia de los individuos, unos individuos que, en este contexto, se hallarían (supongámoslo) convenientemente responsabilizados con respecto a sus vidas y (supongámoslo también) convenientemente liberados del (supuesto) desincentivo que supone la carga impositiva necesaria para sostener tales regímenes de bienestar.

Pero no es necesaria la intervención de esquemas ético-políticos de esta índole para que la renta básica pueda llegar a formar parte de proyectos políticos de cuestionable sentido emancipatorio. No son pocas las ocasiones en las que la precipitación, unida quizás al ingenuo optimismo que aparece allá donde opera cualquier forma de falacia moralista –a saber: “aquello que es bueno tenderá a ocurrir, y lo hará por la sencilla razón de que es bueno”–; tal optimismo –digo– puede llegar a ensombrecer los conocimientos de que disponemos acerca del funcionamiento de los mercados reales que conforman el mundo en el que vivimos y animarnos a creer que la renta básica puede jugar un papel liberador de los deseos y las energías de los individuos bajo cualquier circunstancia.

Pensemos, en primer lugar, en quienes plantean la posibilidad de introducir una renta básica sin acompañarla de un salario mínimo. En tales casos, habida cuenta de que los ingresos necesarios para garantizar mínimamente la subsistencia de los individuos ya estarían satisfechos–tal sería la función de la renta básica–, los salarios pagados por los llamados “empleadores” podrían reducirse tanto como éstos desearan–faltos de garantías legales para que ello no fuera así, los trabajadores sólo podrían recurrir a la confrontación socio-laboral para evitar tales reducciones de sus remuneraciones[ii]–. Huelga decir que un escenario de este tipo podría conducir a una situación en la que los trabajadores contaran con unos ingresos prácticamente iguales a los que percibían antes de introducirse la renta básica –los ingresos resultantes de la suma de tal renta básica y de las menguadas rentas salariales–, con la diferencia de que, en este escenario, tales ingresos no procederían del bolsillo de los empleadores –en forma de salarios–, sino que lo harían, en forma de renta básica, de las arcas del Estado –esto es, del bolsillo del conjunto de los contribuyentes–. Así, si bien es cierto que en un mundo de este tipo los trabajadores –también los desempleados– ganarían la seguridad de poder contar con un colchón mínimo garantizado de forma universal e incondicional –y el poder de negociación a él asociado–, dicho escenario se habría logrado a través

de una masiva –y, muy probablemente, masivamente regresiva– distribución de la renta del conjunto de los ciudadanos –del conjunto de los contribuyentes– a los propietarios de las unidades productivas –pues los primeros pagarían, en forma de renta básica, las remuneraciones que los segundos pagan actualmente en forma de salarios–. En suma, una defensa de la renta básica en clave emancipatoria no puede desatender el hecho de que, desvinculada de la fijación o mantenimiento de un salario mínimo interprofesional de cuantía digna, la introducción de una renta básica puede acarrear efectos perversos que, a buen seguro, nos alejan del estado de cosas que con dicha medida pretendíamos alumbrar.

Un segundo ejemplo de precipitación en la defensa de la renta básica y en el análisis de su trabazón con respecto a los posibles dispositivos de bienestar lo encontramos en los planteamientos de quienes postulan que una renta básica de cuantía reducida –por ejemplo, equivalente al umbral de la pobreza o al salario mínimo interprofesional–, unida a la prestación pública y de calidad de servicios sociales como la sanidad o la educación, constituye un escenario social y éticamente equivalente al que resultaría de la introducción de una renta básica de cuantía muy superior –por ejemplo, igual a tres veces el umbral de la pobreza o el salario mínimo interprofesional–, pero en un mundo en el que tales servicios sociales hubieran de ser obtenidos en el mercado y a través de contratos privados. Ni que decir tiene que quienes plantean un trade-off de este tipo entre el monto de la renta básica y la necesidad de que el Estado garantice servicios sociales gratuitos y de calidad descuidan el hecho de que, en el seno de los mercados, los contratos para la obtención de servicios como la sanidad pueden llegar a estipular precios prohibitivos que consuman la totalidad –y más– de la renta básica: ¿hace falta recordar que, en el sector privado, y con arreglo a la lógica exclusivamente mercantil –y actuarial–, la probabilidad de que el tomador llegue a hacerse merecedor del cobro de un seguro –por ejemplo, por razones de edad– multiplica el precio del mismo?

Me apresuro, pues, a decirlo: la renta básica puede constituir un proyecto político radicalmente emancipatorio –es más: por razones que se explorarán en el epígrafe siguiente, puede llegar a constituir la espina dorsal de un proyecto radicalmente emancipatorio para la izquierda de nuestro tiempo–, siempre y cuando forme parte de (e incluso vertebre) un paquete de medidas que incluya un salario mínimo interprofesional y servicios sociales como la sanidad, la educación y el cuidado a las personas y que esté orientado a la garantía, para el conjunto de la ciudadanía, de una posición de seguridad e invulnerabilidad social que incremente significativamente las posibilidades al alcance de los individuos para la puesta en práctica de sus planes de vida en condiciones de ausencia de coacción por parte de instancias ajenas.

La renta básica como eje del programa de una izquierda transformadora para el siglo XXI Encuadrada política e institucionalmente en el marco de tales garantías, la renta básica se halla en condiciones de convertirse en la punta de lanza de una nueva ofensiva de las izquierdas, a la altura de las circunstancias propias de los tiempos actuales, para lograr el control colectivo de los recursos productivos, esto es, del espacio social y económico en el que estamos llamados a poner en práctica nuestros planes de vida.

En efecto, una renta básica de cuantía igual o superior al umbral de la pobreza o al salario mínimo interprofesional –huelga decir que una renta básica cuyo monto sea inferior a tales cuantías perdería buena parte de sus potencialidades–, precisamente por su carácter universal e incondicional, entronca con el grueso de las preocupaciones ético-políticas del conjunto de las izquierdas –del conjunto de los socialismos–, pues restaura el binomio entre libertad e independencia material, entre libertad y el tipo de independencia material que emana del goce de un conjunto estable de recursos materiales que garantice nuestra existencia material y que, de este modo, nos dote del poder de negociación necesario para co-determinar de forma efectiva los términos, físicos y legales, en los que van a tener lugar los procesos de producción y distribución que vertebran nuestra vida en sociedad. De ahí la radicalidad de la renta básica: garantizando independencia material, la renta básica apunta a la  raíz, al núcleo de la cuestión de la génesis social de la libertad, a saber: la posibilidad material de que los individuos rompan lazos de dependencia material que coartan planes de vida ansiados pero actualmente heterónomamente impedidos y ensayen nuevas formas de socialidad que alumbren toda una interdependencia verdaderamente autónoma, realmente deseada.

De este modo, la renta básica, confiriendo poder de negociación a todos los actores que deben sentarse a definir las condiciones legales y materiales que han de regir la actividad productiva, permite la apertura de nuevos canales para la emergencia de formas de organización de la producción y del trabajo –entendido éste en el sentido más amplio del término[iii]– basadas en los deseos que, individual y colectivamente, genuinamente albergamos con respecto a la conformación de nuestra vida en sociedad –el siguiente epígrafe está íntegramente dedicado al análisis de esta cuestión–. En otras palabras, la renta básica aspira a hacer realidad, en el mundo de hoy, la pretensión marxiana de lograr aquel “benéfico sistema republicano de la asociación de productores libres e iguales” para el que se articularon el conjunto de los socialismos, los cuales, bien republicanamente, como lo han hecho todas las formas de republicanismo democrático que la historia ha conocido, pretendían y pretenden hallar formas apropiadas para universalizar el acceso a (y el control de) los recursos productivos[iv]. Así, la renta básica retorna a la agenda política la importante cuestión de la base material de la libertad. A diferencia del liberalismo histórico, que hace suya la ficción jurídica según la cual los individuos son libres desde el momento en que se proclama la igualdad de todos ante la ley, con independencia del sustrato material con el que tales individuos puedan contar en un mundo gobernado por dicha ley; a diferencia del liberalismo histórico –digo–, el republicanismo –y, dentro de él, el socialismo– vincula estrechamente la libertad individual al goce de un conjunto de recursos que garanticen nuestra existencia y que nos habiliten para lograr, de la forma que en cada sociedad tenga sentido, un control adecuado de los procesos productivos y distributivos que conforman nuestra vida en sociedad. Pues bien, el debate acerca de la renta básica supone –repito– la re-introducción en la agenda política de la cuestión, crucial para la izquierda, relativa a cómo lograr un reparto de los recursos materiales que, otorgando poder de negociación a todos los individuos en sus esfuerzos por co-determinar la naturaleza de los procesos productivos y distributivos, favorezca un proceso efectivo de democratización de la vida social y económica. Es por todo ello por lo que cabe afirmar que la renta básica constituye una propuesta que entronca con el grueso de los proyectos emancipatorios que la contemporaneidad ha conocido, pues aspira a garantizar, a día de hoy, la seguridad socioeconómica y la independencia material –y, por ende, civil– que históricamente han sido presentadas como condición de posibilidad de la libertad efectiva. Ahora bien, conviene repetir lo que se planteaba en el epígrafe primero: nada de ello puede ser posible si la renta básica no forma parte de todo un paquete de medidas que incluya, primero, un salario mínimo cuya cuantía quede legalmente instituida, por lo menos, alrededor del umbral de la pobreza; y, segundo –y esto ha de ser entendido, al igual que la renta básica, desde la lógica de los derechos, esto es, como un mecanismo cuya orientación no es en ningún caso curativa, sino que entra en funcionamiento ex-ante, “al inicio” de la interacción social, como un conjunto de dispositivos que acompañan en todo momento a los individuos en su andadura en el seno de la vida social–; y, segundo –digo–, la garantía, por parte de los poderes públicos, del acceso, por parte de todos, a servicios sociales no menos importantes que la renta básica en punto a consolidar las posiciones sociales de los individuos en tanto que actores invulnerables al arbitrio ajeno, como lo son la sanidad de calidad, la educación de calidad y los servicios, también de calidad, de cuidado a las personas. Pero veamos con más detalle qué puede significar lo que en este epígrafe se está pla nteando.

Renta básica, acceso al trabajo y economía productiva[v]

Conviene señalar en este punto que ha habido y hay gente que, desde planteamientos a menudo perfectamente compatibles con valores y programas de izquierdas, se opone a la renta básica por considerar que ésta niega la centralidad del trabajo en el despliegue de nuestras identidades, en el logro de una socialización plena, así como en el fomento  de la cohesión social a través del estímulo de la economía productiva y, con ella, de las capacidades creadoras de los individuos. Asimismo, algunos de quienes así argumentan señalan también que, en tiempos de crisis, se hace especialmente necesario reconstruir –o fundar– pactos sociales que pasen por la afirmación del derecho al trabajo y del papel del trabajo como eje vertebrador de nuestra vida en sociedad. Así las cosas, argumentan ciertos analistas que, precisamente por la posible contradicción entre el derecho a una renta básica y el derecho al trabajo –pues la renta básica se percibe incondicionalmente, esto es, con independencia del tipo de participación que tengamos en el mercado de trabajo–, convendría dejar de lado la lucha por el primero de tales derechos para centrar nuestros esfuerzos en la consecución del segundo[vi].

Lejos de asumir esta supuesta contradicción entre ambos tipos de derechos, muchos han sido quienes han sugerido que la renta básica, de hallarse adecuadamente incardinada en un paquete de medidas que garantice de forma efectiva grados relevantes de independencia material por parte del conjunto de la ciudadanía, debe ser entendida, precisamente, como una palanca para un acceso efectivo al trabajo. En efecto, el acceso al trabajo –el derecho al trabajo– sólo será posible cuando logramos romper esos vínculos de dependencia que, anclados en nuestra dependencia material respecto a los llamados “empleadores”, nos obligan a aceptar formas y relaciones de trabajo que para nada deseamos; o, lo que es lo mismo, el acceso al trabajo –el derecho al trabajo– sólo será posible cuando, gracias a nuestra acrecentada independencia material, podamos ensayar nuevas formas de trabajo nuevas formas legales para nuestras unidades productivas, nuevas condiciones laborales, etc.– que, en primer lugar, se adecúen en mayor medida a nuestros deseos y planes de vida, y que, en segundo lugar, permitan la emergencia de todas aquellas actividades y capacidades creativas que quisiéramos cultivar pero que, hoy, quedan amputadas como consecuencia de nuestra necesidad de aceptar –por carecer de una base de recursos que garantice nuestra existencia– cualquier tipo de trabajo que se nos ofrezca –que se nos imponga–.

Nótese que, en este sentido, así como el mundo capitalista no es capaz ni de garantizar un dudoso “derecho al trabajo impuesto –el paro estructural propio de nuestras economías, unido al provocado por la actual desaceleración de las mismas, pone de manifiesto la incapacidad del capitalismo para satisfacer tal “derecho”–; así como el capitalismo no es capaz ni de garantizar universalmente el acceso al trabajo no deseado –el trabajo aceptado por una cuestión de necesidad material–, la introducción de una renta básica capaz de conferir niveles relevantes de independencia material al conjunto de los individuos abriría las puertas a un escenario social en el que éstos contaran con las herramientas negociadoras necesarias –en esencia: la capacidad de espera y la propensión al riesgo que confiere el goce de un colchón de recursos, esto es, de ciertos niveles de seguridad socioeconómica[vii]–; los individuos -digo- contarían con las herramientas negociadoras necesarias para desechar el trabajo no deseado y para articular relaciones sociales –relaciones de trabajo– que permitieran niveles mayores de libertad, autonomía y autorrealización. ¿En qué sentido o sentidos, pues, puede una renta básica ampliar las perspectivas de la libertad efectiva, y hacerlo fomentando el despliegue de la economía productiva, de las capacidades creadoras de los individuos, del trabajo realmente deseado? Veámoslo con cierto detenimiento. Mercados de trabajo como instituciones con puerta de salida Para empezar, la independencia material que confiere la renta básica –cabe insistir en ello– dota a la clase trabajadora de un mayor poder de negociación a la hora de definir la manera, física y legal, en que quiere participar en el proceso productivo. Sin ir más lejos –y como se ha visto ya–, con una renta básica, los trabajadores asalariados pueden optar por no aceptar un contrato de trabajo que los obliga a realizar, a cambio de un salario, determinadas tareas en determinadas circunstancias que no les compensan para nada, que nada tienen que ver con lo que quieren para sus vidas.

Visto desde otro ángulo, tales trabajadores pueden amenazar de forma creíble con romper la relación laboral o, sencillamente, con no establecerla, pues cuentan con unos recursos básicos pero suficientes para cubrir las necesidades básicas de subsistencia, lo que los dota de capacidad de espera, de margen de maniobra, de un colchón sobre el que caer sin romperse la crisma. Por ello es preciso hablar de la posibilidad, abierta por la renta básica, de articular políticamente unos mercados de trabajo que constituyan instituciones con una puerta de salida.

La posibilidad del trabajo no asalariado

Todo ello nos conduce a la afirmación de la necesidad de ampliar el espacio del trabajo no asalariado. Dichos trabajadores, en caso de decidir no trabajar asalariadamente, pueden tratar de asociarse con otras personas para llevar a cabo un proyecto productivo propio, más próximo a lo que siempre quisieron hacer. De ahí que se hable, en relación con la renta básica, de una posible transición de la venta de la fuerza de trabajo a cambio de un salario -en tal caso, estamos hablando de trabajo asalariado- a la venta de bienes o servicios a cambio de un precio –en este caso, estamos hablando de trabajo realizado por productores libres, libremente asociados, que acuden a los mercados de bienes o servicios a vender un producto–. Con una renta básica, deja de ser una quimera la posibilidad de que, libremente, desechemos lo que se nos “ofrece” y nos asociemos con otras personas para constituir una unidad productiva común con unos objetivos y procedimientos diseñados por nosotros y para nosotros. Esto es, quizás, especialmente importante para los jóvenes, en la medida en que la gente joven es gente que empieza, y todos sabemos que, en lo que respecta a la participación en la producción, los primeros pasos suelen ser determinantes para el conjunto del ciclo vital.

En definitiva, cuando en ciertas ocasiones se plantea la necesidad de que la izquierda encuentre fórmulas para desmercantilizar la fuerza de tra  bajo, se está haciendo referencia a realidades como ésta.

Para la activación del “trabajo oculto”

En esta misma dirección, esta mayor capacidad de decidir qué forma de vida se quiere poner en práctica también se traduce en mayores posibilidades de acceder a actividades, remuneradas o no, que hoy, carente la gente del “derecho a la existencia” del que hablan quienes proponen una defensa republicana de la renta básica[viii], quedan eliminadas, que hoy se evaporan debido a la urgencia de aceptar el primer empleo que tenemos a nuestro alcance, satisfaga o no nuestros deseos. Existen enormes yacimientos de trabajo escondido, de trabajo dormido, de trabajo sepultado, de trabajo, remunerado o no, que se querría realizar pero que no se realiza porque queda bloqueado por la dependencia, por la necesidad de cazar al vuelo, para poder subsistir, lo primero que se nos “ofrece”. En lugar de trabajar 40 horas semanales –o 45, o 50, o 60, o las que sean– en sus actuales ocupaciones, los trabajadores podrían plantearse, proponer, exigir y, quizás, hasta imponer –sabemos que la vida social es conflictiva– la opción de trabajar media jornada en los actuales centros de trabajo y, a partir de ahí, trasladarse a otro centro de trabajo, al centro de trabajo que podrían haber constituido junto con un grupo de compañeros y compañeras de profesión o sector y en el que, además de complementar el salario y de hacerlo de forma más gratificante, podrían producir unos artículos que, de otra forma, nunca hubieran llegado al mercado de bienes. De ahí que algunos analistas hablen de los posibles beneficios, también en términos de eficiencia económica y de fomento de la economía productiva, que una renta básica podría proporcionar.

Renta básica, desarrollo y articulación de mercados interiores

En países o en regiones que han atravesado períodos de grandes turbulencias económicas, que cuentan con economías todavía dependientes de las antiguas o de las nuevas metrópolis, con mercados interiores desestructurados, inestables o incluso inexistentes, la renta básica puede jugar un papel –me permito la hipérbole–, hasta  fundacional del país en tanto que espacio con un desarrollo económico autocentrado, tanto a escala estatal como a escala local.

A veces se habla de la renta básica como palanca para el desarrollo de economías comunitarias, rurales y urbanas. Pensemos en todos aquellos trabajadores asalariados que quizás preferirían dejar de trabajar asalariadamente y unirse a cierto grupo de personas, dotadas éstas también de una base material que minimice riesgos y ensanche oportunidades, para constituir un centro de trabajo alternativo a los macrocauces, normalmente gestionados desde fuera del país, a través de los cuales discurre el grueso de la actividad económica. No obstante, para que ello sea posible es necesario que la gente se halle dotada, precisamente, de esa base material incondicional que minimice riesgos y ensanche oportunidades.

De este modo, tales trabajadores, en su empeño en llevar adelante el otro centro de trabajo, podrían encontrarse participando en un proyecto, colectivo pero descentralizado, de articulación de una red independiente y autocentrada para la producción, la distribución y el intercambio de una actividad económica real y, además, desarrollada en y para su comunidad, algo hoy casi impensable.

Esto puede resultar altamente beneficioso para la preservación o para la introducción y el desarrollo de formas de vida autóctonas –tradicionales, pero también de nueva planta; campesinas, pero también vinculadas a redes urbanas e interurbanas de ferias y mercados de muchos tipos–. Ésta es la razón por la que cabe afirmar que la renta básica puede favorecer el desarrollo local, la estructuración de un tejido productivo que permita la emergencia de un mercado interior estable que, sin ser autárquico, pueda ser independiente con respecto a los canales a través de los cuales se dan hoy los flujos internacionales de bienes y servicios.

En cambio, nada de esto es posible si las gentes –los productores– carentes del colchón que ofrece la renta básica y, por lo tanto, empujados por la urgencia de aceptar lo que sea con tal de sobrevivir físicamente, tienen que agachar la cerviz y renunciar a sus proyectos de vida, a sus proyectos productivos, para pasar a formar parte de la plantilla de una corporación que, muy probablemente, no se preocupe demasiado ni de su bienestar psíquico, ni del desarrollo real de las comunidades y de los países en los que opera.

Renta básica, trabajo y “flexiguridad”

Situados en este punto, conviene preguntarse en qué sentido –si es que hay alguno– los procesos de flexibilización de las condiciones de trabajo pueden tener efectos positivos. Hay un término que, en la literatura relativa a los efectos de la introducción de la renta básica sobre los mercados de trabajo, ha hecho cierta fortuna: el término “flexiguridad”, que resulta de la combinación de los términos “flexibilidad” y “seguridad”[ix]. No es necesariamente un problema –dicen los estudiosos y también el sentido común– que las condiciones de trabajo puedan definirse de forma flexible. No es un problema –y podría llegar a ser algo manifiestamente positivo, habida cuenta del caudal de actividad y de creatividad que la organización flexible del trabajo podría desencadenar–, siempre y cuando la parte más desfavorecida de la relación laboral cuente con auténticas posibilidades de intervenir en este proceso de decisión relativo a cómo organizar el trabajo. Pues bien, con una renta básica, los oferentes de mano de obra, la gente trabajadora, gozarían de una seguridad material que les permitiría, en primer lugar, sentarse a negociar con la capacidad de realizar amenazas creíbles: “si siguen por ese camino, nos levantamos y rompemos las negociaciones” –po  drían decir convincentemente–; y, a partir de ahí, podrían compaginar con flexibilidad diferentes tipos de actividades: trabajo remunerado, trabajo doméstico y trabajo voluntario. En otras palabras, podrían poner en marcha esas famosas “vidas pluriactivas” o “multiactivas”, esto es, vidas en las que se combina el trabajo remunerado con el trabajo doméstico y voluntario –por ejemplo, con actividades de formación y/o con algún tipo de actividad artística, político-asociativa, etc.– desde la seguridad que confiere el hecho de saber que se cuenta, como mínimo, con un ingreso incondicional que se mantiene a lo largo del tiempo, de la cuna a la tumba[x]. De ahí el interés que adquiere el tipo de flexiguridad que podría proporcionar la renta básica.

Conclusiones: renta básica y emancipación social

En definitiva, si de lo que se trata es de universalizar la condición de independencia material como condición de posibilidad de la libertad y de la ciudadanía efectivas; y si de lo que se trata es de hacerlo en un mundo –el nuestro– atravesado por todo tipo de asimetrías de poder, se precisa la garantía política de la renta básica, es decir, la garantía política de ese suelo material básico capaz de conferir a los individuos una más que necesaria seguridad económica y un más que necesario poder de negociación –ahí está la clave– que los habilite en tanto que agentes capaces de tomar decisiones realmente libres. En otras palabras, si de lo que se trata es de construir ciudadanía con verdadera capacidad de obrar, es preciso que se arbitren mecanismos institucionales para una intervención –no arbitraria– en la vida social orientada a garantizar universalmente un nivel básico pero relevante de poder de negociación.

Muy especialmente, es preciso que los mercados sean políticamente diseñados de manera tal, que todos sus usuarios se hallen dotados de la independencia material necesaria para que puedan en ellos firmar contratos de forma efectivamente libre y voluntaria.

Conviene subrayar en este punto que los mercados no son necesariamente nocivos si quienes en ellos participan cuentan con el poder de negociación, el poder de mirar a los demás a los ojos sin tener que bajar la cabeza, el poder de resistencia que viene asociado a la independencia material que proporcionaría una renta básica que actuase como parte de un paquete de medidas como el perfilado en el primer epígrafe de este texto –recordémoslo: se trata de un paquete de medidas que incluye, además de la renta básica, un salario mínimo interprofesional y servicios sociales como la sanidad, la educación y el cuidado a las personas–. No obstante, tal afirmación acerca del espacio que cabe otorgar a la libertad efectiva en el seno de las sociedades de mercado deber ir inexcusablemente unida a la reivindicación de la constitución política de unos mercados que ofrezcan auténticas posibilidades de hacer[xi]. Exhortar a la gente a que “haga” –recordemos el tan cacareado laissez-faire– tiene todo el sentido del mundo; ahora bien, sólo cabe exhortar a “hacer” cuando se cuenta con caminos y espacios realmente practicables, no cuando sólo queda lugar para el lodazal de la dependencia en el que se ahogan hoy los proyectos de vida de tantos y tantos millones de personas. De ahí el potencial emancipatorio de la renta básica –en su paquete de medidas– como espina dorsal del proyecto civilizatorio, socialista en sentido amplio, de las izquierdas, orientado como está a fundar la libertad en el acceso a (y en el control de) las bases materiales de nuestra existencia.

 

 



[i] Véase Murray, C. (2006): In Our Hands. A Plan to Replace the Welfare State, Washington, D.C.: The American Enterprise Institute Press.

[ii] Sin embargo, conviene no olvidar que una renta básica, al garantizar la existencia material de los trabajadores, contribuiría a fortalecer la fuerza negociadora de éstos en la esfera laboral y, de ahí, actuaría como un mecanismo capaz de contrarrestar, siquiera parcialmente, la posible reducción de los salarios derivada de la ausencia de un salario mínimo interprofesional. Para un análisis del impacto de la renta básica en el poder de negociación de los trabajadores, véanse Casassas, D. y  Loewe, G. (2001): “Renta Básica y fuerza negociadora de los trabajadores”, en D. Raventós (coord.),  La Renta Básica. Por una ciudadanía más libre, más igualitaria y más fraterna, Barcelona: Ariel; y Raventós, D. y Casassas, D. (2004): “La Renta Básica y el poder de negociación de ʻlos que viven con permiso de otrosʼ”,  Revista Internacional de Sociología, 34.

[iii] Hablo aquí de “trabajo” en el sentido, bien amplio, de actividad humana, lo que incluye el trabajo remunerado -trabajo asalariado, trabajo realizado en el seno de empresas cooperativas, etc.-, pero también otras formas de trabajo no remunerado como el trabajo doméstico o todas las variantes de trabajo voluntario que podamos querer realizar.

[iv] Para una investigación acerca del vínculo entre la tradición socialista y la republicana, véase Domènech, A. (2004): El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Barcelona: Crítica. Para un estudio del proyecto marxiano de constituir tal “sistema republicano de la asociación de productores libres e iguales”, véase El eclipse, op. cit., p. 125 y ss.

[v] Parte del texto que se ofrece en este epígrafe constituye una adaptación de algunos elementos de Casassas, D. (2010): “Ingreso ciudadano y autonomía personal: poder de negociación para la creación de ciudadanía”, en VVAA, Renta básica universal: ¿derecho de ciudadanía? Perspectivas europeas y latinoamericanas, Montevideo: Ministerio de Desarrollo Social.

[vi] Hallamos uno de los intentos intelectualmente más interesantes de reconstruir tal punto de vista en los trabajos de Philip Harvey. Véase, por ejemplo, Harvey, P. (2005): “The Right to work and Basic Income Guarantees: Competing or Complementary Goals”, Rutgers Journal of Law & Urban Policy, 8; y Harvey, P. (1989):  Securing the Right to Employment: Social Welfare Policy and the Unemployed in the United States, Princeton: Princeton University Press.

[vii] Véanse, de nuevo, Casassas, D. y Loewe, G., Íbid.; y Raventós,D. y Casassas, D.,  Íbid.; textos que, a su vez, se basan en el análisis elsteriano de los factores determinantes del poder de negociación en un contexto de escasez de recursos: Elster, J. (1991):  El cemento de la sociedad: las paradojas del orden social, Barcelona: Gedisa.

[viii] Véanse, muy señaladamente, Raventós, D. (1999): El derecho a la existencia. La propuesta del Subsidio Universal Garantizado, Barcelona: Ariel; y Raventós, D. (2007): Las condiciones materiales de la libertad, Barcelona: El Viejo Topo.

[ix] Véanse Standing, G. (1999 Global Labour Flexibility. Seekin Distributive Justice, London: Macmillan Press; Tangian, A. (2006 “European flexicurity: concept (operational definitions), methodology (monitoring instruments), anpolicies (consistent implementations)”, WSI-Diskussionspapier 148; y Klosse, S. (2003): “Flexibility and Security: A Feasible Combination?”,  European Journal for Social Security, 5 (3).

[x] Véanse Gorz, A. (1998): Mi  seria del presente, riqueza de lo posible, Buenos Aires: Paidós; Ferry, J.M. (1995): Lʼallocation universelle, París: Éditions du Cerf; y Cal  vez, J.Y. (1999): Necesidad del trabajo: ¿desaparición o redefinición de un valor?, Buenos Aires: Losada.

[xi] Para un análisis del sentido ético-político de una acción institucional orientada a ampliar el espacio de la libertad republicana en las modernas sociedades de mercado, véase Casassas  , D. (2010): La ciudad en llamas. La vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith, Barcelona: Montesinos.

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Es un mito que la derecha no regula la economía, lo hace constantemente. Entrevista

David Casassas · · · · ·

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3714


La publicación gallega La opinión A Coruña entrevistó a David Casassas, miembro del comité de redacción de Sin Permiso, con motivo de la presentación de su libro La ciudad en llamas. La vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith (Montesinos, 2010). La entrevista, que reproducimos a continuación, la realizó la periodista Isabel Bugallal.

 

Está empeñado en explicar que el liberalismo que tantas veces invocan los partidos conservadores, incluido el PP, nada tiene que ver con el ideario del autor de La riqueza de las naciones, el economista y filósofo ilustrado Adam Smith. Así lo expone en La ciudad en llamas. La vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith(Montesinos, 2010) el profesor de Teoría Social de la Universidad Autónoma de Barcelona David Casassas, que ayer presentó el libro en A Coruña invitado por la agrupación de los Nuevos Republicanos.

-¿Liberalismo de derechas?

–La doctrina liberal dice: somos libres cuando somos iguales ante la ley. La libertad, pues, no tiene fundamentos materiales, por lo cual no hay que intervenir en la sociedad y en la economía: ello favorece a la derecha.

–¿Eso decía también Adam Smith?

–En absoluto. El término liberal, en el sentido moderno, aparece en 1812, con las Cortes de Cádiz. Antes del siglo XIX, el término 'liberal' significaba, simplemente, 'generoso' y en este único sentido lo utilizaron Adam Smith o Locke —de los que ahora se reclaman herederos ciertos adalides del liberalismo—. La idea de libertad de Smith tiene una base material: sólo hay libertad cuando se goza de autonomía material, uno es libre cuando es independiente, y eso requiere intervención pública, también para Adam Smith. Pero el liberalismo rompe con esta idea.

–O sea que la derecha lo interpreta mal.

–Hace una interpretación muy sesgada. Políticamente, es un engaño y, académicamente, una patraña. Adam Smith no creía que los mercados fuesen independientes de la política, sino que los presentó como el resultado de cierta acción política, y esa acción política tiene que ver con la defensa de los intereses de una clase privilegiada o del conjunto de la población. Para que ´la mano invisible´ [la autorregulación del mercado] funcione, necesitamos la intervención del Estado en la economía; a partir de ahí, podremos promover intercambios en condiciones de libertad y hacer que los individuos sean realmente libres.

–Quizá tendría que decírselo a Esperanza Aguirre o al ideólogo de Rajoy, José María Lasalle.

–Cuando se hace propaganda a corto plazo y se sesgan discursos, se atiende poco a razones académicas o de rigor histórico. El mercado puede ser un instrumento de la derecha, pero también de la izquierda, y eso hay que decírselo. La izquierda ha hecho muchos regalos a la derecha: “no nos interesa el individuo o la democracia porque es algo burgués”, ha dicho a veces, y eso es una tontería; “no nos interesa la libertad, sino la igualdad”; “no queremos el mercado”... ¡Cuidado! Eso es un desatino. La izquierda tiene que entender también que siempre hubo y habrá mercado y que lo que hay que hacer es tomarlo muy en serio y regularlo para que el intercambio entre los individuos sea justo, pero no acabar con el mercado. La izquierda debe repensar el mercado. En ese sentido, me interesa mucho más hablar con la izquierda que con Aguirre.

–Poco Estado, pero luego hay que socorrer a los bancos.

–Eso de que la intervención estatal sólo tiene que ver con la izquierda es una patochada; la derecha interviene en la economía, y de qué manera: por ejemplo, salvando a los bancos. Pero hay muchas otras formas de intervenir en la economía: con política social, con políticas públicas, reforzando la posición de independencia de la gente para que pueda entrar en los mercados como agentes autónomos realmente capaces de obrar. Ello haría que hubiera mucha más actividad económica, lo que, entre otras cosas, ayudaría a salir de la crisis. Eso de la iniciativa privada no está mal, el problema es que está reservada sólo a unos cuantos. Otro mito con el que hay que acabar: es mentira que la izquierda quiera regular el mercado y la derecha no; la derecha lo regula constantemente, pero en favor de las oligarquías.

–¿Una receta para Zapatero?

–Alguien que se pretenda de izquierda tendría que recuperar el ideal del productor libre, en el sentido más amplio, propio de la economía clásica de la Ilustración, y promover políticas que garanticen la seguridad material del conjunto de la población, políticas sociales y de bienestar. Una redistribución más justa de la riqueza, políticas de sostenimiento de rentas, una educación potente, una sanidad de calidad, servicios de cuidados a las personas... todo esto es condición necesaria no sólo de la igualdad, sino, fundamentalmente, de la libertad. La libertad sólo es posible cuando estamos en unas condiciones de seguridad no que nos adormecen, como dicen los liberales, sino que nos estimulan para operar en el mercado de forma efectiva.

–¿Hay una confusión perversa entre liberalismo político y liberalismo económico?

–Quizá haya confusión en el hecho de atribuir una génesis liberal a ideas de origen claramente republicano: las ideas de Locke, de Smith, de quienes hicieron la revolución inglesa en el XVII y la francesa y la americana en el XVIII. Ellos no optaron por un mundo liberal en el que la igualdad ante la ley es criterio de libertad. Lo que pasa es que, en los dos últimos siglos, se hizo una utilización interesada de estos supuestos padres del liberalismo político y económico y los presentaron como adalides de un capitalismo que en ningún modo se asemeja a lo que dejaron en sus escritos. Ellos pensaron el republicanismo comercial, una sociedad libre en el mundo de la manufactura y del comercio, antes de la aparición, en el XIX, del capitalismo industrial, que se fue extendiendo y que rompió por completo con la ética y la preceptiva política de estos autores. No sé si a los señores del PP les interesa, pero los académicos serios lo saben.

David Casassas es miembro del Comité de Redacción deSINPERMISO y autor de La ciudad en llamas. Vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith (Montesinos, 2010).

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