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El mosquito del dengue en la Argentina: republiqueta sojera

La sedición del mosquito

Por Federico Tobar para la Revista médicos

 

La salud colectiva no ha sido un tema prioritario para los argentinos durante los últimos treinta años. Por un lado, dejamos que los medios masivos de comunicación nos vendieran un imaginario médico centrado en la alta tecnología. Por el otro lado, pusimos nuestras expectativas en un sistema de atención cada vez más fragmentado, mientras abandonábamos las políticas sanitarias.

 

“Primero vinieron y se llevaron a los comunistas y como no éramos comunistas, no nos preocupamos..
Después vinieron y se llevaron a los Judíos y como no éramos Judíos, no nos preocupamos
Luego vinieron por los negros y como no éramos negros, tampoco nos preocupamos
Ahora están golpeando a nuestra puerta...

Martin Niemöeller

 

Hemos hipertrofiado nuestro sistema de salud mientras dejamos atrofiar nuestras respuestas sanitarias. Faltaríamos a la verdad si afirmáramos que carecemos de un sistema de salud. El problema es que tenemos muchos. Esto sucedió, de a poco, como resultados de un largo proceso donde cada uno atendía su juego y nos desentendíamos de la salud colectiva.

Primero dejamos que se impusiera una definición: que no alcanzaba con la respuesta estatal a nuestros problemas de salud. Entonces, apostamos a seguros sociales que, por definición, imponen aportes y contribuciones obligatorias, mientras distribuyen beneficios siguiendo padrones solidarios. Claro que esa solidaridad se practica solo entre quienes están asegurados y la mitad de la población no lo está.

Luego, como la respuesta de los seguros sociales tampoco nos resultó suficiente, hemos alentado el surgimiento de un mercado de seguros privados. Donde, también por definición, la contratación y el aporte son voluntarios y los beneficios son concentrados. La realidad es que cuando los sectores de ingresos medios y altos no necesitaron más de la respuesta estatal en salud, la financiación y el mantenimiento de los servicios públicos perdieron prioridad. La triste consecuencia es que los servicios para atender a los pobres siempre tienen a convertirse en pobres servicios.

Después, atomizamos la respuesta de esos servicios en vías de empobrecimiento. La descentralización hizo que no tengamos más un subsistema público sino muchos. Tantos como provincias y municipios. Y nadie hizo un intento de coordinarlos. Vale la pena reiterar esta, que es la tesis central de este artículo: desde la descentralización de los servicios públicos de salud nunca hubo un intento por coordinar las respuestas públicas.

Tenemos un Consejo Federal de Salud (COFESA), que ya es treintañero (fue creado en 1971) sin que jamás los ministros provinciales y nacionales hayan convocado a los municipios para coordinar acciones. A su vez, ninguna provincia hizo su propio consejo de salud en el cual se juntaran de forma periódica las autoridades provinciales y municipales. Y esto no sucedió por falta de ejemplos. Hace veinticinco años que vemos como nuestros vecinos en Brasil asumen de forma casi religiosa la coordinación intergubernamental de las acciones sanitarias.

Si cada provincia y municipio se las arregla por su cuenta, el sistema de servicios de salud comienza a padecer ineficiencias e ineficacias por falta de racionalidad. Una plétora de servicios por un lado y carencia de los mismos por otros. Duplicación de la oferta, subsidios cruzados y pacientes peregrinos. Tómese como ejemplo que el 41% de los egresos de los hospitales porteños y 39% de las consultas son de habitantes del Conurbano Bonaerense).

Como en el verso del epígrafe, ahora vienen a golpear a nuestras puertas. O para ser más exactos, deberíamos decir ahora comienzan a zumbar en nuestros oídos. Porque la amenaza que pone en evidencia nuestra dejadez sanitaria tiene como protagonista al mosquito.

 

¿Para qué tenemos un Ministerio de Salud?

¿Para qué sirve un ministerio de salud nacional que no tiene servicios propios? En principio para   coordinar y regular. Pero ya vimos que claudicamos de la coordinación y otro tanto podríamos decir de la regulación. Pero ese es tema de otro ensayo.

El argumento más importante es que hace falta un ministerio nacional para garantizar la provisión de aquella parte de la salud que constituye un bien público. Es decir, para estimular la promoción, la prevención, ejercer el control y la vigilancia sanitaria. No son tareas simples ni son tareas menores y bien desempeñadas harían que todo el sistema funcionara mejor. Son tareas abandonadas, que hemos dejado atrofiar, que hemos descuidado y desfinanciado. Que hemos debilitado con la descentralización. En síntesis, promoción, prevención y vigilancia son funciones esenciales en salud que debiéramos asumir como prioridades absolutas y principal eje de la coordinación intergubernamental del sector.

Las conquistas sanitarias más importantes no tienen al sistema ni a sus servicios como protagonistas. Porque para producir salud hace falta mirar también por fuera de los servicios. Más salud no es más hospitales. Como afirmaba Ramón Carrillo, la salud va a estar bien el día en que necesitemos menos hospitales. Frente al discurso mediático actual esto puede parecer absurdo. La salud es representada como el resultado de un combate de comandos de elite, donde héroes como el Dr House y su equipo, o el grupo de emergentólogos de ER, vencen al enemigo utilizando las tecnologías más sofisticadas.

 

Los mosquitos no están en el PMO

Mareados por esa imagen de la salud centrada en los hospitales, tardamos demasiado en percibir el amenazador vuelo del Aedes Aegypti a nuestro alrededor. Un mosquito urbano que es vector de dos enfermedades contagiosas mortales como el Dengue y la Fiebre Amarilla. Junto a su primo Anopheles, responsable por la Malaria, constituyen aún hoy las mayores amenazas a la salud pública. En el mundo hay, cada año, unos 500 mil casos de Malaria y 200 mil de fiebre amarilla. A su vez, solo en nuestra región, el Dengue ha causado cerca de 150 mil casos en lo que va del 2009.

Es que los mosquitos no responden a la hipertrofia de nuestro sistema de salud. Los mosquitos no tienen obra social ni prepaga. No son municipales, provinciales ni nacionales. No preguntan a sus víctimas si son asalariados en blanco o son trabajadores informales. Incluso, se confunden los medios masivos de comunicación cuando describen al Dengue como una enfermedad de la pobreza. El mosquito es un iconoclasta y pica a todos por igual. Si mueren más los pobres que los ricos es por falta de acceso al tratamiento oportuno y adecuado.

A este supervillano no se lo combate con cuerpos de elite equipados con supertomógrafos helicoidales multicorte. Lo más efectivo es aplicar una antigua estrategia higienista, que llegue casa por casa, con información, eliminando cacharros y focos donde pueda haber larvas, y rociando con veneno allí donde haga falta.

Aunque hoy nos resulte paradójico, tenemos en el país  al mejor ejemplo en la lucha contra el mosquito. En 1945 el doctor Carlos Alvarado creaba el LAMI, servicio de lucha antimosquito integral. En dos años de trabajo consiguió reducir una incidencia de 300 mil casos de paludismo a solo 137 casos en una zona hiperendémica de un millón de kilómetros cuadrados.

Alvarado descubrió que se podía combatir al mosquito durante diez meses al año, centrándose en la eliminación del alga spirogirae cuya presencia estaba altamente correlacionada con las larvas del Anopheles. Vencido el Anopheles pudo concentrar sus esfuerzos sobre Aedes. La técnica de intervención era muy simple: inspectores domiciliarios preparaban una suspensión de DDT en petroleo y con ella trataban charcos, lagunas, fuentes y desagues. Un control sistemático y riguroso le permitió eliminar el mosquito.

El “hombre de la gotita”, así se lo conocía de forma popular. Diseñó estrategias militares para vencer al enemigo. Trazó mapas precisos y entrenó sus tropas: un agente sanitario cada 4.000 habitantes. Controló las enfermedades y se convirtió en “héroe sanitario panamericano”. Es poco lo que se ha innovado sobre el método de Alvarado. Pero lo hemos abandonado.

El mosquito festejó cuando en un pasado, que hoy nos parece casi prehistórico, se anunció la creación de un fondo de redistribución social para salud de $600 millones integrado por recursos que se prevía recaudar con la derogada Resolución 125, aumentando las retenciones a las exportaciones agrícolas. Se habló de construir nuevos hospitales e incluso algunos Centros de Atención Primaria. De nuevo el Doctor House le ganaba al Doctor Alvarado.

Mientras esto sucedía Brasil escalaba la producción de vacunas anti fiebre amarilla en su fábrica Carioca de Biomanguinhos y desarrollaba una vacuna contra el Dengue en el instituto Butantan de San Pablo.

No es justo echarle la culpa de nuestro retroceso sanitario solo a las autoridades. Aún suponiendo que las autoridades sanitarias tuvieran clara la prioridad. El mejorar la prevención y el control no hubiera tenido buena acogida por la prensa ni  impacto positivo en la opinión pública.  Con muy pocos recursos se hubiera podido implantar un LAMI, se hubiera fortalecido la logística para que las muestras de sangre lleguen rápido al Instituto Maiztegui o al Malbrán y los resultados de diagnóstico estén disponibles en pocas horas. Esto hubiera permitido disponer de una sola cifra oficial de incidencia. Se hubiera provisto insecticidas y reponer aquellos “vencidos”. También hubiera sobrado para adquirir equipos de rociado que, hoy debemos pedir prestados al Paraguay.

La salud colectiva no ha sido un tema que preocupara a los sectores medios y altos de argentina durante los últimos treinta años. Hizo falta esta lamentable insurrección del mosquito para recordarnos que la salud no es solo el sistema.

 

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