Donarse uno mismo por Christian Ferrer
Tenemos el gusto y honor de recibir a nuestro amigo Christian Ferrer.
El escritor y ensayista del anarquismo.
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DONARSE UNO MISMO
Christian Ferrer
Cuarenta años han transcurrido desde que el Doctor Christian Barnard implantara exitosamente el corazón de una mujer negra en el tórax de un hombre blanco. Desde entonces, el cuerpo, que por mucho tiempo fuera relicario inmutable, devino en naturaleza apta para la remoción y el ensamblaje: en laboratorio. La inédita posibilidad de mantener la muerte a raya mediante enroques orgánicos no se instaló de inmediato, pues hasta tanto no se resolvió el problema del rechazo corporal al injerto las operaciones de este tipo fueron complicadas en ejecución y no siempre felices sus resultados. Cada logro merecía la primera plana y el paciente asumía ser poco menos que un cobayo de indias, o bien un prototipo del futuro. Fueron las nuevas generaciones de inmunodepresores las que permitieron superar la "crisis de amortiguación" y pronto el cuerpo se abrió a un catálogo de recambios.
¿La muerte dejó de ser del todo cierta y su hora ya no es incierta? No ocurre así, pues la oferta de órganos resulta ser escasa con relación a la demanda. Entre religiones que prohiben alterar la encarnación –tanto en vida como luego del suspiro final– y recelos atávicos a ser extirpados ante la última morada, la beneficencia carnal resulta insuficiente. La paradoja se vuelve apremiante: coexisten un medio técnico que facilita la extensión de la vida y un déficit moral, no solo en lo que concierne a la voluntad de donación sino también en cuanto a los valores que la orientan. La tecno-ciencia es veloz pero la ética no suele correr maratones: se sabe que no todos se resignan a la lista de espera y que numerosos ricos del primer mundo compran órganos a indigentes del tercero. Ante la posibilidad técnica de resolver un asunto de vida o muerte, la moral se vuelve una variable de ajuste, y se carece de lazarillos políticos y religiosos de peso capaces de cimentar una ética colectiva que no se adecue a la época de la deslimitación tecnológica. De modo que abundan las leyendas acerca del "robo de órganos", y las personas en riesgo, o bien sus familiares, inevitablemente anhelan el desenlace fatal de algún donante. Lo último es entendible –es humano– pero no es bueno.
Para colmar este drama, una insensatez está prosperado en el Parlamento, a saber, la sanción de una ley que transforma a todo argentino en un banco de órganos en potencia, salvo que demuestre lo contrario. Es ineludible que los pobres y los desidiosos acaben siendo donantes forzosos y que el mito de la ablación privada a indigentes del tercer mundo devenga una realidad a realizarse bajo supervisión estatal. Pero si el transplante supone una proeza técnica, la donación de un órgano es un acto que responde a una índole muy distinta. Su dignidad, también. El donar es un gesto que pertenece al orden amoroso. No es limosna resignada ni obligación burocrática sino un ademán de desasimiento final del mundo; una decisión liberadora por la cual el propio cuerpo transmigra una vez que el donante se ha visto reflejado en el otro con tanta evidencia que ya no es capaz de percibir sino un mismo y único envoltorio de piel. Una sola humanidad. Negar el yo egoísta, y de este modo fundirse en otra carne es un acto piadoso. En este caso, dar es agradecer por haber sido parte de un archipiélago de seres que han compartido el mismo mundo, y demasiadas veces arrastrado la misma cruz.
Transformar, por obligación, a los órganos divisibles de cada persona en dote individual a ser legada por fuerza de ley significa sustraerles su pertenencia a la comunidad. Es a ella que los habitantes podrían decidir ofrendar libremente sus delicados e irrecuperables riñones o hígados u ojos –obsequios milagrosos más que repuestos– a modo de transferencias espirituales. Una metempsicosis social. En el siglo XIX, la dirección del enorme y presuroso alud de desarrollos científicos y tecnológicos era guiado por la aún más rauda creatividad de las ideas y prácticas políticas y éticas, al menos en Occidente. La ecuación se ha invertido en nuestros días, y el dinero y la presión estatal ya son fieles de la balanza. Pero el corazón se traspasa al corazón porque el otro nos ha concernido, no porque una innovación tecnológica así lo permite. Entregarse incondicionalmente a la necesidad ajena es equivalente a tener el corazón abierto de par en par a los demás. En cambio, la sanción parlamentaria de una ley del donante presunto presupone el fracaso espiritual de una comunidad.
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gabriel erdmann -