China y la ecologia
Queridos amigos:
Como sabemos, el crecimiento económico chino se está dando con los rasgos ambientales del capitalismo salvaje. En China conviven los rascacielos de los ultramillonarios con minas de carbón en las que se trabaja en condiciones de seguridad infames y donde cada accidente cuesta cientos de muertes. La mayor parte de los ríos chinos no llegan al mar, tal es la extracción de agua para riego y usos urbanos. El despilfarro energético lleva a inaugurar trenes de alta velocidad, mientras las bicicletas se han encarecido para la mayor parte de las familias.
El smog es permanente y, hace unos días, Beijing quedó cubierta por una tormenta de polvo, que muestra la erosión provocada por una agricultura comercial, que olvidó las prácticas tradicionales con que los campesinos cuidaban sus arrozales.
Shanghai, la mayor ciudad china, con 20 millones de habitantes, es una muestra de esas contradicciones. Construida en el delta del río Yangtsé, está apoyada sobre suelos blandos, depositados allí por las crecidas del río. Sobre esos suelos, las viviendas tradicionales de madera eran las más adaptadas.
Hoy, la soberbia de los nuevos ricos ha llenado Shanghai de inmensos rascacielos, algunas de las torres más altas del mundo. Previsiblemente, el suelo no soporta su peso y se están hundiendo. Para peor, como toda el agua superficial está contaminada, la ciudad se abastece de agua subterránea. Sólo que el agua del subsuelo es la que contribuye a dar algún sustento al barro flojo sobre el que se ha edificado este gigante. Desconcertantemente, no hay políticas públicas de ahorro de agua ni de limitación de megaestructuras en un suelo que no las soporta.
A cada extracción de agua, la ciudad responde descendiendo más.
La publicidad oficial anuncia como solución la reinyección de agua en las napas subterráneas para recuperar la capacidad del suelo de soportar la ciudad. Pero toda el agua superficial disponible está contaminada y el agua subterránea es la fuente de abastecimiento de la población. ¿Acaso pondrían agua contaminada en el subsuelo para que no se hundan los rascacielos? ¿Qué beberían, en ese caso, los 20 millones de personas?
Antonio Elio Brailovsky
Paisaje del río durante el festival Ching-Ming (detalle), museo de Shanghai
El Arca de Shanghai
Por Ernesto Semán
Shanghai se está hundiendo. Literalmente, la ciudad está cada vez más abajo, mucho más abajo. Se hunde a un promedio de un poco más de un centímetro por año, pero en el 2002 se hundió 2,5 centímetros, lo que se entiende con sólo ver una foto de la zona del Pudong de hace 25 años, casi un arrozal, y ver la misma zona hoy, con algunos de los rascacielos más altos y modernos del mundo. Aunque las razones del hundimiento prematuro de Shanghai no están sólo en todo lo que se construye hacia arriba, sino en todo lo que se saca de abajo para que sobrevivan los que están arriba: el Shanghai Geological Research Institute dice que el grueso de la culpa la tiene la sobreexplotación de las reservas de agua que corren debajo de la ciudad.
De cualquier modo, a Shanghai tampoco le iría demasiado bien si en lugar de hundirse se fuera para arriba. Unos kilómetros más arriba de la Jim Mao Tower está la Asian Brown Cloud, una nube tóxica que la NASA sigue periodicamente y que durante buena parte del año impide incluso ver la ciudad, con lo linda que es, desde arriba. Pero igual que con el suelo, lo del cielo es más complejo de lo que parece. Técnicamente, en palabras de la NASA, la Asian Brown Cloud “is a toxic mix of ash, acids and airborne particles from car and factory emissions, as well as from low-tech polluters like wood-burning stoves.”
Como buena parte de China, Shanghai no sólo está atrapada entre arriba y abajo, sino entre los costos de modernizarse y los costos de no hacerlo, entre la polución de los autos que inundan las ciudades y las estufas a leña del siglo XIX.
Nada de todo esto va a mejorar. Más bien al contrario. Para cualquiera que haga los números es obvio que el mundo, al menos tal cual lo conocemos, no tiene recursos para integrar a la población de China y la India a la economía de mercado en los términos y las dimensiones en que se desarrolló en occidente. China recién tendrá una población mayormente urbana en 10 años más, la India en 15, y por entonces recién estarán empezando a acercarse a los números de las sociedades de occidente. O China e India no se integran, o se integran de alguna manera distinta o, como muy probablemente suceda, el mundo cambia.
Pequeño dilema para la modernidad, teniendo en cuenta que en estos dos países vive el 40 por ciento de los seres humanos. En su historia del siglo XX, Eric Hobsbawm escribió que el salto más grande de la humanidad desde que dejó el nomadismo se produjo recién alrededor de 1950, cuando en el mundo pasó a haber más gente viviendo en las ciudades que en el campo. Hobsbawm debía hablar —hablaba de hecho— de las fuerzas que mueven a las sociedades, pero no se le debe haber escapado que aquel gran paso adelante se hacía al costo de eludir la urbanización masiva en los dos países más grandes del mundo.
Vistos desde hoy —ya sé, como hacer el prode el lunes, pero no tanto—los últimos veinte años de China fueron una enorme oportunidad perdida para experimentar con otra modernidad, para preguntarse y buscar respuestas distintas. El caso del transporte es el más evidente por la simbología que encierra. En Shanghai o en Beijing, las bicicletas que caracterizaron a China por décadas son cada vez menos, cada vez más incómodas para desplazarse en ciudades cuyo trazado de autopistas se multiplica a un ritmo tal que uno tiene que sacar una foto del paisaje antes de irse a dormir por miedo a encontrarlo totalmente distinto a la mañana siguiente.
La bicicleta está asociada a alguna forma de tradición moderna china; también a la austeridad (o a la pobreza) del socialismo y a algún tipo de atraso relativo respecto a Occidente. No es necesariamente campesina, pero sin ningún lugar a dudas ha perdido su lugar en la iconografía de una China exitosa, casi tanto como Mao Zedong. Una lástima, porque, quizás, la organización de algunos aspectos de la economía china alrededor de unidades geográficas humanamente alcanzables hubiera permitido un reciclaje de la bicicleta, y quizás su risorgimento como motor de una modernidad particular, corporal o sensual y de vanguardia, civilizatoria. Probablemente fuera una China sin Asian Brown Cloud, justo cuando en Occidente a la bicicleta se la condena para siempre al área del esparcimiento, revistiéndolo todo de un supuesto revival.
La transformación de la bicicleta en un objeto del pasado no es sólo una operación discursiva, sino un aparato de politicas públicas e iniciativas privadas. Se necesita que haya menos espacio para bicicletas, más calles y más autos. La municipalidad de Shanghai ha desalentado el uso de la bicicleta, reduciendo su espacio exclusivo en las calles, construyendo una enorme cantidad de autopistas (una que cruza horizontalmente la ciudad y llega al Pudong, túnel mediante, se levantó en tres años). China ha construido más rutas en los últimos años que ningún otro país y su red de autopistas es hoy la cuarta del mundo: tenía 1.283.000 kilómetros en 1990, y 1.765.200 en el 2001. Y por último, “naturalmente”, la demanda: los chinos poseían 980 mil autos en 1991 y 9.690.000 en el 2002, un crecimiento apenas menor a la producción de autos, que fue de 700 mil fabicados en 1991 a 3.251.000 en el 2002.
Breve disgresión: el excedente de autos es lo que los chinos venden al exterior y en buena parte explica el pasaje de la contaminación ambiental de Occidente a la Asian Brown Cloud. Además de autos, las ciudades chinas producen el 29 por ciento de los televisores del mundo, el 83 por ciento de los tractores, el 16 por ciento de las heladeras y el 50 por ciento de los teléfonos de todo el planeta. Esos autos, teléfonos y tractores se producían en Occidente. Hoy, mientras escribo esta nota, veo el Hudson River que rodea Manhattan: el río que corre al lado de una ciudad muy sucia es increíblemente limpio, mis vecinos han pescado algunos blue fish en el muelle de acá cerca para alimentar cenas memorables. Escenas parecidas, o casi, pueden repetirse en el Thames de Londres, por no hablar de los ríos que atraviesen cualquier ciudad canadiense. La descontaminación de las ciudades de los países desarrollados incluye nuevas y mejores regulaciones, enormes inversiones en tecnologías “verdes” y conciencia de la sociedad civil, pero el milagro no hubiera sido posible sin la generosa colaboración de la desindustrialización brutal de los últimos 20 años y la transferencia de esa tarea y su mugre a otro lado, Asia sobre todo, China e India en particular.
Pero volviendo a la bicicleta, la evolución del automóvil hacia un símbolo de la irracionalidad del consumo resume un problema mayor, como es el carácter bárbaro que han adquirido las ciudades, otrora elemento civilizatorio por excelencia.
Esa convivencia del rascacielo y la estufa a leña es el patrón asiático de urbanización, el extremo opuesto a la idea que Sarmiento desarrolló hasta la exasperación de sus límites, cuando cifró para siempre la suerte de la Argentina entre la civilización y la barbarie.
Rem Koolhaas, un arquitecto que estudia el desarrollo urbano con ideas, tecnologías y recursos económicos que lo acercan más a Francis Ford Coppola que a Saskia Sassen, las llama “The City of Exacerbated Difference”, en oposición a una presunta integración original.
The Traditional City strives for a condition of balance, harmony, and a degree of homogeneity. The City of Exacerbated Difference, on the contrary, is based on the greatest possible difference between its parts, complementary or competititve. In a climate of permanent strategic panic, what counts in the City of Exacerbated Difference is not the methodical creation of the ideal, but the opportunistic exploitation of flukes, accidents, and imperfections.
El animal que construye esas ciudades es una Hidra de Lerna, malísima, de mil caras que surgen y se desvanecen alrededor de apenas dos cabezas: el Estado Chino y el capital mundial. El accionar del monstruo supera a los profetas más distópicos en su opresividad. El mundo más asfixiante que fascista que procrean Duhalde, la falta de palabras, el desgano mental, Ibarra—todo envuelto en un Clarín del lunes, es lo más parecido que podemos imaginar en la Argentina.
En la imposibilidad de repensar y desandar el tándem modernización/ciudades también se viene un rotundo fracaso en el que China estará, again, a la vanguardia. Lejos de disminuir, el oprobioso crecimiento de las ciudades tiende a consolidarse, arrasando con recursos naturales de todo el mundo para alimentar a la máquina. China taló casi por completo un par de millones de kilómetros cuadrados de bosques rusos, vació montañas, ríos y pozos de petróleo en cualquier otro lugar del mundo y esto recién está empezando. Como, bueno es decirlo, dentro de todo este panorama los chinos están viviendo mejor que antes en muchos aspectos, también habrá que darles de comer, y la comida hay que sacarla de algún lado. Por cierto, no fueron precisamente los chinos los primeros a los que se les ocurrió abastecerse de todo eso en América Latina y África, aunque las consecuencias en este caso son materia para alguna otra nota.
Puede pensarse todo esto en tono de apocalipsis, fecundado como uno está en el espíritu de “oh, podríamos perder este mundo” y no en el “oh, este mundo”, robándole la idea a Esteban Schmidt. Quizás haya pasado algo parecido cuando empezaron a crecer los primeros pueblos sedentarios y aparecieron enfermedades y problemas de alimentación que no habían existido hasta entonces. Y sin embargo las cosas, de un modo u otro, se fueron acomodando. El planeta ya no fue lo mismo, es cierto, pero quién sabe si es peor.
La integración plena de China y la India al mundo de las ciudades es el último paso de ese camino que empezó hace unos 12 mil años. Puede que lo que quede sea hermoso y que no seamos nosotros, melancólicos de cafés y ciervos y algo de aire libre, los mejores para juzgarlo. En todo caso será distinto y, por el precio de un pasaje de avión, algunos adelantos se pueden ver en Shanghai.
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