Marco Denevi: la viveza
Por Marco Denevi
Frente a un problema concreto, la reacción mental del hombre inteligente
es dinámica:
buscará el camino de la solución, a menudo a través de exploraciones, de
asedios desde distintos flancos, de razonamientos abandonados en un punto y
recomenzados en otro, hasta encontrar la salida.
En latín, salida se dice "exitus", que los ingleses tradujeron por "exit".
La inteligencia conduce al éxito.
Aquel mismo idioma, madre del nuestro, cuyo estudio hoy les parece superfluo
a algunas autoridades universitarias, tiene un verbo "stupere", que
significa quedarse quieto, inmóvil, paralizado y en sentido traslaticio,
mentalmente detenido como delante de un cartel que dijera "Stop".
De aquí deriva la palabra "estúpido":
hombre que permanece entrampado por un problema sin atinar con la salida,
aunque a veces adopte la agitación convulsa de una mariposa encan dilada por
una luz muy fuerte o los movimientos desesperados de un animal dentro de una
jaula.
Hablo siempre de lo ocurre en la mente.
Las dos únicas reacciones del estúpido serán la resignación o la violencia:
dos falsas salidas, dos fracasos.
Salvo casos patológicos, todos somos inteligentes frente a un tipo de
problemas, y estúpidos respecto a otros tipos de problemas.
Pero nuestra inteligencia y nuestra estupidez no dependen de nuestra moral.
Hay inteligentes moralmente canallas, y hay estúpidos moralmente
intachables.
Cuánto deben la inteligencia y la estupidez a los genes, y cuánto a la
educación (digamos la gimnasia), es un asunto que dejaré de lado para que no
me usurpe todo el espacio del que dispongo.
Pero no querría pasar por alto un dato: sin el auxilio del intelecto (esto
es la capacidad de análisis crítico del problema), y sin la posesión de
conocimientos relacionados con ese problema y adquiridos por experiencia
propia, o por revelación ajena, la pura inteligencia que acumule
conocimientos no sabe qué hacer con ellos.
Y no es raro que un intelectual ducho en el análisis crítico, sea incapaz de
hallar soluciones.
El desarrollo en un mismo individuo de la inteligencia, del intelecto y de
los conocimientos bien puede llamarse sabiduría, si no en la aceptación
teísta que le dan las escrituras, por lo menos como tributo humano
susceptible de adquisición o pérdida.
Con alguna frecuencia, la realidad nos pone, de momento, mentalmente
paralíticos.
Es cuando decimos que estamos estupefactos, lo cual significa "estar hechos
unos estúpidos".
La inteligencia, si la tenemos, vendrá a rescatarnos de esa pasajera
estupidez, que por no ser insalvable, se llama estupefacción.
Situada a mitad de camino entre la inteligencia y la estupidez, está la
"viveza", capaz de producir acciones en cualquier dirección, excepto hacia
la salida del problema.
Este es su secreto:
la fórmula intrascendente que le permite ponerse a salvo y resguardo de la
humillación y desprestigio que se sufren en la estupidez.
La viveza, creo yo, es la habilidad mental para manejar los efectos de un
problema sin resol verlo.
La persona dotada de viveza no ejercita la inteligencia, sino un sucedáneo
apto para entenderse con las consecuencias prácticas del problema, pero no
con la sustancia del problema.
En otras palabras, el vivo se mueve mentalmente en procura de cómo eludir
los efectos de los problemas, cómo volverlos beneficiosos para él, o lo peor
de todo, cómo desviarlos en perjuicio de un tercero.
La viveza, entonces, se conecta imprescindible e irrenunciablemente con la
moral.
Sin el concurso del egoísmo no resulta posible ser vivo, y para echarle el
fardo al prójimo sin que éste se resista, es menester cierto grado de
inescrupulosidad, y hace falta practicar algún género de fraude, siquiera
verbal.
Observado durante un corto plazo, el vivo da la impresión de haber obtenido
el éxito, de ser inteligente:
se desplaza entre los problemas sin padecer las consecuencias, o mejor aún,
sacándoles pro vecho.
Pero el flujo de los efectos del problema es ininterrumpido, por lo que el
vivo no puede entregarse a los ocios y recesos de la inteligencia.
De ahí que se los puede calificar de "despiertos".
Aparentan una brillantez mental que engaña a las miradas superficiales.
El inteligente, como está armando sus estrategias para resolver el problema,
parece amodorrado y en comparación con el vivo, un tanto estúpido.
Cuanto más complejo sea el problema, mas exigirá al inteligente paciencia y
esfuerzo, más lo someterá al silencioso y tedioso análisis crítico, y al
repaso constante de sus conocimientos.
La viveza no puede permitirse estas demoras.
Los efectos prácticos del problema no esperan mucho tiempo para hacerse
sentir, de modo que el vivo está obligado a la rapidez, y consecuentemente a
la improvisación de sus métodos, generalmente empíricos.
Otra vez el inteligente en comparación con el vivo parecerá lento y hasta
torpe.
Si los efectos del problema por magnitud o complejidad sobrepasan las
posibilidades de ser eludidos por la viveza, el vivo resulta acorralado como
un estúpido, y no sucumbiendo a la resignación o la violencia, no confesará
jamás su fracaso, buscando algún chivo emisario en quien cargar las culpas.
En todas las sociedades conviven los inteligentes, los vivos y los estúpidos
en proporciones distintas para cada una de ellas.
Para Borges, entre los italianos y judíos no hubo nunca ningún estúpido.
Exageraba, a no dudarlo.
Pero imaginemos ahora un país ficticio donde, por razones genéticas o
históricas, los vivos sean mayoría.
Esbozaré la novela de lo que en ese país imaginario podría ocurrir.
Puesto que son mayoría, unos vivos ocuparían el gobierno.
Y otros vivos los eligen.
Estos vivos que eligen con el concurso de los estúpidos, incapaces de
solucionar los proble- mas del país, los transferirían a los elegidos.
Estos como vivos que son, se dedicarán a lo suyo, o sea ponerse a salvo de
los efectos de los problemas, sacarles provecho o desviarlos a otros
terceros, así éstos sean vivos, inteligentes o estúpidos.
Durante un tiempo, los estúpidos parpadearán de catatonía mental.
Los inteligentes se sentirán más marginados.
Y los vivos tratarán de imitar a los gobernantes.
Mientras tanto los problemas sin resolver se acumulan, se multiplican, se
potencian, y se superponen.
Hasta que fatalmente llega el día en que los problemas acumulados forman una
pared com pacta con un cartel que dice:
"¡Stop, no va más!".
Es aquí donde la sociedad se detiene y paraliza y los estúpidos, si no se
resignan, se vuelven violentos.
Los inteligentes toman las valijas y huyen, y los vivos corren de efecto en
efecto, vendando aquí, remendando allá, y emparchando más allá.
Dejan los bofes en este desesperado trajín por entre el caos sin control.
Y para disimular su impotencia recurren a los fantasmas de los chivos
expiatorios internos y externos, y a un lenguaje esquizofrénico que,
disociado con la realidad circundante, seguirá pronunciando aquellos
discursos con los que alguna vez embaucaron a la estupidez.
Estúpidos de brazos cruzados o de brazos armados, inteligentes en ese país
ficticio caído al pie del ominoso “stop”:
no habrá para vuestro país otra salvación posible que no sea “¡la
inteligencia al poder!”.
Salvo que todos los inteligentes hayan huido, hipótesis altamente
improbable, la novela po-dría tener un final feliz.
VivezaDenevi2_AgendadeReflexion.jpg Marco Denevi (1922 – 1998)
Publicado por Agenda de Reflexión el Agosto 3, 2007
Frente a un problema concreto, la reacción mental del hombre inteligente
es dinámica:
buscará el camino de la solución, a menudo a través de exploraciones, de
asedios desde distintos flancos, de razonamientos abandonados en un punto y
recomenzados en otro, hasta encontrar la salida.
En latín, salida se dice "exitus", que los ingleses tradujeron por "exit".
La inteligencia conduce al éxito.
Aquel mismo idioma, madre del nuestro, cuyo estudio hoy les parece superfluo
a algunas autoridades universitarias, tiene un verbo "stupere", que
significa quedarse quieto, inmóvil, paralizado y en sentido traslaticio,
mentalmente detenido como delante de un cartel que dijera "Stop".
De aquí deriva la palabra "estúpido":
hombre que permanece entrampado por un problema sin atinar con la salida,
aunque a veces adopte la agitación convulsa de una mariposa encan dilada por
una luz muy fuerte o los movimientos desesperados de un animal dentro de una
jaula.
Hablo siempre de lo ocurre en la mente.
Las dos únicas reacciones del estúpido serán la resignación o la violencia:
dos falsas salidas, dos fracasos.
Salvo casos patológicos, todos somos inteligentes frente a un tipo de
problemas, y estúpidos respecto a otros tipos de problemas.
Pero nuestra inteligencia y nuestra estupidez no dependen de nuestra moral.
Hay inteligentes moralmente canallas, y hay estúpidos moralmente
intachables.
Cuánto deben la inteligencia y la estupidez a los genes, y cuánto a la
educación (digamos la gimnasia), es un asunto que dejaré de lado para que no
me usurpe todo el espacio del que dispongo.
Pero no querría pasar por alto un dato: sin el auxilio del intelecto (esto
es la capacidad de análisis crítico del problema), y sin la posesión de
conocimientos relacionados con ese problema y adquiridos por experiencia
propia, o por revelación ajena, la pura inteligencia que acumule
conocimientos no sabe qué hacer con ellos.
Y no es raro que un intelectual ducho en el análisis crítico, sea incapaz de
hallar soluciones.
El desarrollo en un mismo individuo de la inteligencia, del intelecto y de
los conocimientos bien puede llamarse sabiduría, si no en la aceptación
teísta que le dan las escrituras, por lo menos como tributo humano
susceptible de adquisición o pérdida.
Con alguna frecuencia, la realidad nos pone, de momento, mentalmente
paralíticos.
Es cuando decimos que estamos estupefactos, lo cual significa "estar hechos
unos estúpidos".
La inteligencia, si la tenemos, vendrá a rescatarnos de esa pasajera
estupidez, que por no ser insalvable, se llama estupefacción.
Situada a mitad de camino entre la inteligencia y la estupidez, está la
"viveza", capaz de producir acciones en cualquier dirección, excepto hacia
la salida del problema.
Este es su secreto:
la fórmula intrascendente que le permite ponerse a salvo y resguardo de la
humillación y desprestigio que se sufren en la estupidez.
La viveza, creo yo, es la habilidad mental para manejar los efectos de un
problema sin resol verlo.
La persona dotada de viveza no ejercita la inteligencia, sino un sucedáneo
apto para entenderse con las consecuencias prácticas del problema, pero no
con la sustancia del problema.
En otras palabras, el vivo se mueve mentalmente en procura de cómo eludir
los efectos de los problemas, cómo volverlos beneficiosos para él, o lo peor
de todo, cómo desviarlos en perjuicio de un tercero.
La viveza, entonces, se conecta imprescindible e irrenunciablemente con la
moral.
Sin el concurso del egoísmo no resulta posible ser vivo, y para echarle el
fardo al prójimo sin que éste se resista, es menester cierto grado de
inescrupulosidad, y hace falta practicar algún género de fraude, siquiera
verbal.
Observado durante un corto plazo, el vivo da la impresión de haber obtenido
el éxito, de ser inteligente:
se desplaza entre los problemas sin padecer las consecuencias, o mejor aún,
sacándoles pro vecho.
Pero el flujo de los efectos del problema es ininterrumpido, por lo que el
vivo no puede entregarse a los ocios y recesos de la inteligencia.
De ahí que se los puede calificar de "despiertos".
Aparentan una brillantez mental que engaña a las miradas superficiales.
El inteligente, como está armando sus estrategias para resolver el problema,
parece amodorrado y en comparación con el vivo, un tanto estúpido.
Cuanto más complejo sea el problema, mas exigirá al inteligente paciencia y
esfuerzo, más lo someterá al silencioso y tedioso análisis crítico, y al
repaso constante de sus conocimientos.
La viveza no puede permitirse estas demoras.
Los efectos prácticos del problema no esperan mucho tiempo para hacerse
sentir, de modo que el vivo está obligado a la rapidez, y consecuentemente a
la improvisación de sus métodos, generalmente empíricos.
Otra vez el inteligente en comparación con el vivo parecerá lento y hasta
torpe.
Si los efectos del problema por magnitud o complejidad sobrepasan las
posibilidades de ser eludidos por la viveza, el vivo resulta acorralado como
un estúpido, y no sucumbiendo a la resignación o la violencia, no confesará
jamás su fracaso, buscando algún chivo emisario en quien cargar las culpas.
En todas las sociedades conviven los inteligentes, los vivos y los estúpidos
en proporciones distintas para cada una de ellas.
Para Borges, entre los italianos y judíos no hubo nunca ningún estúpido.
Exageraba, a no dudarlo.
Pero imaginemos ahora un país ficticio donde, por razones genéticas o
históricas, los vivos sean mayoría.
Esbozaré la novela de lo que en ese país imaginario podría ocurrir.
Puesto que son mayoría, unos vivos ocuparían el gobierno.
Y otros vivos los eligen.
Estos vivos que eligen con el concurso de los estúpidos, incapaces de
solucionar los proble- mas del país, los transferirían a los elegidos.
Estos como vivos que son, se dedicarán a lo suyo, o sea ponerse a salvo de
los efectos de los problemas, sacarles provecho o desviarlos a otros
terceros, así éstos sean vivos, inteligentes o estúpidos.
Durante un tiempo, los estúpidos parpadearán de catatonía mental.
Los inteligentes se sentirán más marginados.
Y los vivos tratarán de imitar a los gobernantes.
Mientras tanto los problemas sin resolver se acumulan, se multiplican, se
potencian, y se superponen.
Hasta que fatalmente llega el día en que los problemas acumulados forman una
pared com pacta con un cartel que dice:
"¡Stop, no va más!".
Es aquí donde la sociedad se detiene y paraliza y los estúpidos, si no se
resignan, se vuelven violentos.
Los inteligentes toman las valijas y huyen, y los vivos corren de efecto en
efecto, vendando aquí, remendando allá, y emparchando más allá.
Dejan los bofes en este desesperado trajín por entre el caos sin control.
Y para disimular su impotencia recurren a los fantasmas de los chivos
expiatorios internos y externos, y a un lenguaje esquizofrénico que,
disociado con la realidad circundante, seguirá pronunciando aquellos
discursos con los que alguna vez embaucaron a la estupidez.
Estúpidos de brazos cruzados o de brazos armados, inteligentes en ese país
ficticio caído al pie del ominoso “stop”:
no habrá para vuestro país otra salvación posible que no sea “¡la
inteligencia al poder!”.
Salvo que todos los inteligentes hayan huido, hipótesis altamente
improbable, la novela po-dría tener un final feliz.
VivezaDenevi2_AgendadeReflexion.jpg Marco Denevi (1922 – 1998)
Publicado por Agenda de Reflexión el Agosto 3, 2007
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