De Rodrigo Soto sobre Costa Rica
Había una vez un país llamado Costa Rica. Durante varios siglos nadie supo bien la razón de su nombre, pues la inmensa mayoría de la población, lejos de vivir en las costas, se estableció en las fértiles tierras montañosas del interior del país y se dedicó a labores agrícolas. Incluso aquellos que vivían cerca de los litorales caribeño y pacífico, establecieron sus poblados algunos kilómetros tierra adentro.
Desde luego, hubo siempre hombres de mar y pequeños caseríos en las costas, pero eran insignificantes respecto al resto de la población. Precisamente por ser un pueblo que vivía de espaldas al mar, las tierras costeras no eran consideradas muy valiosas, y gran parte de ellas estaba en manos de campesinos que llegaron ahí como última opción.
Múltiple riqueza. Para los habitantes del interior, la costa fue siempre un sitio lejano de peregrinación vacacional: una o dos veces por año, en carretas primero, en ferrocarril después y en autobuses y automóviles por fin, visitaban las costas con fines recreativos. Entonces, el grueso de la población comprendía momentáneamente la razón por la que su país había sido bautizado así: ricas, muy ricas, en efecto, eran aquellas costas... Ricas en recursos marinos, sí, pero también ricas, muy ricas, en flora y fauna silvestre y en bellezas naturales y escénicas. Sin embargo, puesto que la vida de la mayoría de la población discurría lejos de ahí, en las ciudades del interior, pronto volvían a olvidarse o, en cualquier caso, daban por un hecho que todo seguiría siempre así.
Pasó el tiempo. Llegaron los aviones, se masificó el turismo, estalló la globalización. Inexorablemente, la riqueza de aquellas costas fue conocida por gentes de aquí y de allá, sobre todo gentes de los países más ricos, que son los que pueden viajar. ¿Podían comprar esas tierras? ¡Sí, podían comprar esas tierras! ¿Tantas como quisieran? ¡Sí, tantas como quisieran! ¿Sin ningún requisito especial? ¡Sí, sin ningún requisito especial! ¡Aleluya!, se dijeron. Claro que se dijeron ¡aleluya!
La vendimos. Lo que sigue es historia conocida. A diferencia del cuento infantil, aquí no matamos la gallina de los huevos de oro: la vendimos...
La clase política costarricense de finales del siglo XX e inicios del XXI –con nombres y apellidos: empezando por los presidentes y siguiendo por los diputados y ministros de Estado– es y será responsable de una de las mayores atrocidades –me siento tentado a decir “traición”– de la historia de este país. Todo, como siempre, “por unos dólares más”.
¿Dejarán de ser ricas las costas de este país por haber sido subastadas al mejor postor? No, por supuesto que no. Dejaron de ser nuestras, eso sí. De esta forma, esta es la historia de cómo un país llamado Costa Rica cometió la imbecilidad de vender sus costas. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Me meto por un huequito y... ¡Trágame tierra!
material seleccionado y publicado por: Julia Ardón
0 comentarios