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Guatemala: asesinato de mujeres e impunidad

El país del silencio

Guatemala es el segundo país del mundo –le sigue a la Federación Rusa– donde más mujeres mueren por ser mujeres. Y la tasa de mortalidad sigue en ascenso. Cuáles son los esfuerzos del movimiento de derechos humanos por justicia, los obstáculos para investigar y visibilizar estos crímenes y los pros y los contras de una nueva ley que denuncia el caso con todas las letras: feminicidio.

Por María Mansilla

“Yo pensé: ‘Ahora que gané este premio, puede ser que me lo publiquen’”, cuenta Walter Astrada, el fotógrafo que estuvo detrás de las fotos que ilustran esta nota. Astrada es argentino, se radicó en Centroamérica para trabajar para la agencia AP (Asociated Press). Cuando se enteró que Guatemala tiene un triste record en lo que a asesinatos de mujeres respecta, viajó por cuenta propia a documentarlo. Astrada imaginaba que quizás por falta de buen material periodístico los medios no denuncian que la cantidad de guatemaltecas muertas se triplicó en los últimos años, que las principales víctimas son chicas jóvenes y cada vez más adolescentes y que la impunidad en ese país descansa en el 99%. Su trabajo se dirigía de algún modo a cubrir esa falta. Sin embargo nadie se mostró muy interesado por este documento. “Nadie me dio una razón lógica de por qué no publicar –dice Astrada sobre lo que le pasó con el material de su serie “Violencia contra mujeres”–. Los editores a los que contacté argumentan que las imágenes son muy fuertes. Y sí, hay imágenes fuertes, pero hay otras que no son tan fuertes. Lo fuerte es lo que está ocurriendo.”

La realidad que esas imágenes delatan y el compromiso de su toma le permitieron ser nominado recientemente a los premios Nuevo Periodismo Iberoamericano, de la fundación de García Márquez. El año pasado ganó el prestigioso World Press Photo y las seleccionaron para ser proyectadas en el Festival Internacional de Fotoperiodismo de Perpignan, Francia. Hasta ahora le revista Wild publicó algunas y una agencia le consiguió espacio en un medio noruego.

En Guatemala, acordó no difundirlas sin autorización por seguridad de sobrevivientes y familiares de las víctimas. Porque allí, la mayoría de las víctimas encuentra al verdugo dentro de sus casas y en sus barrios. Claro que las comparaciones son antipáticas y todas las vidas valen por igual, pero esta puede ser la diferencia, según analistas internacionales, entre la invisibilidad de ésta en relación con la matanza de la ciudad fronteriza mexicana Ciudad Juárez, donde los que asesinan pertenecen a mafias con una mística casi “cinematográfica”. Paradójicamente, esa misma palabra, “cinematográfica”, es la que esgimen los editores de revistas con papel de lujo cuando se disponen a contar historias de pobreza y miseria. En Ciudad Juárez en los últimos 10 años asesinaron a unas 500 mujeres. La misma cantidad muere por año en Guatemala, un país chiquito, que tiene 13 millones de habitantes, un poco menos que la Ciudad de Buenos Aires y su conurbano juntos.

Guatemala es la capital de un mapa mucho más grande que dibuja el genocidio de mujeres en América Latina. Luego de 36 años de guerra civil, el país cayó en el desmadre. La tasa de impunidad es obscena; el sistema público cuenta con 20.000 policías y existen más de 100.000 agentes de seguridad privada; por supuesto, el debate sobre la seguridad de las y los ciudadanos dominó las propuestas de las elecciones presidenciales de noviembre pasado. Es el único país del mundo donde se ha formado un organismo como el Cicig, Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, de cooperación entre la comunidad extranjera y el Estado local. Lo que está en ruinas en el paraíso maya es su sistema de justicia: los responsables del conflicto armado interno que provocó la muerte de 200.000 personas, 50.000 desapariciones y 1 millón de desplazados no sólo nunca fueron juzgados sino que muchos ocupan cargos en instituciones estatales. La firma de la paz, en 1996, trajo algo de oxígeno pero no erradicó una vieja práctica legitimada por la dictadura: la violencia contra las mujeres -que durante la guerra civil estaba sistematizada hacia las de comunidades indígenas y las detenidas políticas, principalmente-.

LLOVIERON FLORES

Quizá de tanto enterrar a sus pares bajo coronas de margaritas, cuando en abril se aprobó una la nueva ley contra la violencia de género las integrantes del movimiento de mujeres de Guatemala arrojaron pétalos al cielo. Llovieron flores al escuchar el okay a la legislación que por fin contempla estos crímenes, por primera vez, como feminicidios, como “el asesinato de una mujer en el marco de relaciones desiguales de poder entre hombres y mujeres”, y establece penas que se pagan con hasta 50 años de cárcel. Tipifica delitos como violencia económica y violencia psicológica. Exige la apertura de fiscalías especiales y hogares para contener a las víctimas. Incluso hay un castigo para los que se resisten a que sus mujeres usen métodos anticonceptivos. Hasta entonces, para la vieja norma el estupro no se podía juzgar a menos que la niña demostrase no haber provocado el encuentro sexual, sólo se podían hacer denuncias por violencia física si las marcas en el cuerpo duraban más de diez días y pasajes por el estilo.

“Las ONG en Guatemala han reaccionado de manera mezclada. Nuestra reflexión interna aún no ha terminado –cuenta a Las12 Sebastián Elgueta, investigador del Equipo Centroamérica de Amnistía Internacional, autor del informe Ni protección ni justicia: homicidio de mujeres–. La ley tiene aspectos positivos, y es que pone el término violencia de género y le eleva el perfil, incluye apoyo integral para sobrevivientes, asistencia legal para víctimas y el compromiso de proveer financiamiento para estas iniciativas. Pero en términos del procedimiento penal, la ley anterior era bastante comprensible para asegurar la persecución de los responsables de asesinar mujeres. Nosotros identificamos que casi nadie era llevado delante de la Justicia no por falta de un marco legal adecuado, sino por una falta de iniciativa por parte de policías pero más que todo de fiscales, que son quienes investigan estos crímenes, y también por una actitud de discriminación hacia las instituciones estatales que tienen que ver. La ley es una señal positiva pero no es la rectificación de esas limitaciones institucionales.”

ANDATE QUE TE AVISAMOS

Las muertes de mujeres aumentan en Guatemala mientras las sentencias judiciales disminuyen. Además de morir por un disparo o herida de arma blanca, cada vez es mayor la cantidad de asesinadas por estrangulamiento, “uno de los indicadores de extrema violencia, cuyo fin no sólo es causar la muerte sino hacer sufrir a la persona antes de morir”, alerta el informe de la Procuraduría de Derechos Humanos (PDH) de ese país. Detalla: “La mayoría de los crímenes ocurren entre las 6 de la tarde y las 11 de la noche, cuando el hombre suele estar en la casa”. La PDH, a través de su Defensoría de la Mujer, quiso explicar y entender todo esto. Por eso se dispuso a investigar los expedientes acumulados por la Policía Civil Nacional en un período de tres años (2003 y 2005) para estudiar los casos y evaluar su seguimiento. El documento resultante transcribe y acota anotaciones de la Policía Nacional Civil: “1612 casos son consecuencia del consumo de alcohol, en 155 son celos y en 26, drogas. No deja de sorprender que en 259 ocasiones se mencione que el crimen fue cometido en ‘estado normal’”. La principal hipótesis de la PDH subraya como causa más frecuente de los homicidios la discriminación por género.

“La mayoría de los casos de muerte violenta de mujeres no son investigados; en los que sí, la investigación no se realiza de manera eficiente. Las autoridades no manejan eficientemente la escena del crimen, en muchos casos se justifica el no investigar con la estigmatización de las víctimas, culpando a las mujeres por lo sucedido, desacreditándolas, especulando su participación en una ‘mara’ (pandilla juvenil), por tener algún tatuaje en el cuerpo o calificándolas de sexo servidoras, si llevan las uñas pintadas y minifalda”, se lee en el informe. A pesar de las buenas intenciones y de haber sido creada para tareas como ésta, en la Procuraduría guatemalteca tuvieron que dejar trunca la pesquisa por imposibilidad de acceder a documentos clave.

Al fotógrafo Walter Astrada le pasó algo similar. Con los (no muchos) euros que recibió luego de obtener el World Press decidió insistir, volver a Guatemala para profundizar su trabajo. Pero sus contactos, sus fuentes, no estuvieron tan generosos; ya no podía colarse en cualquier lado desde que sus fotos, su denuncia, se había hecho conocida con un premio internacional. “En Guatemala sintieron que estaba hablando mal de su país”, dice Astrada, también reconocido por su ensayo sobre travestis paraguayas. La primera vez fue más fácil: “Llegué al cuerpo de bomberos –recuerda–. Ellos tienen un departamento de prensa que se encarga de avisar a los medios cuando aparece algún cuerpo u ocurrió algún accidente. Pero claro: los bomberos avisaban a los que consideraban más de su palo... Así que, para tener mejor vínculo con ellos, el primer tiempo me quedaba con ellos hablando, comíamos juntos, me quedé a dormir ahí. Hasta que me dijeron: ‘Andate que te avisamos’. Sintieron que no estaba jugando sino que de verdad estaba haciendo un trabajo serio”.

En un contexto en el que las garantías individuales casi no existen, la tarea de las y los defensores de los derechos humanos básicos se transforma en una aventura de alto riesgo. “El movimiento de mujeres hace un enorme esfuerzo, trabaja en condiciones arriesgadas, arriesgándose a que las maten –asegura el investigador de Amnesty–. El esfuerzo de las organizaciones locales ha logrado que se incremente el número de fiscales dedicados a la investigación, ha puesto de relieve el tema y hecho que se lo tome en serio.” Elgueta también subraya que el empeño de las ONG permitió que más mujeres se animen a denunciar, que se documenten mejor los casos, que se repudien las actitudes discriminatorias de las autoridades. Algunas organizaciones acompañan como querellantes a las víctimas. “Estos son los primeros pasos a dar antes de esperar resultados concretos.”

PAPELES AL DIA

“El turista normal nunca se ve involucrado en crímenes que hacen noticia debido a que los móviles de estos crímenes no suelen ser más que un robo o atraco”, aclaran varios sitios de Internet que promueven pasear por Guatemala. Por otro lado, en una trampa retórica el Estado hecha edulcorante a su mala imagen y adhiere desde hace varios años a los tratados internacionales más progresistas relacionados con la eliminación de violencia de género y la discriminación racial, con los derechos de los pueblos indígenas. Desde el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (Cedaw) no se privaron de enfatizar su preocupación por el “escaso empeño demostrado en realizar investigaciones a fondo, la ausencia de medidas para la protección de los testigos, las víctimas y sus familiares y la falta de información y de datos sobre los casos, las causas de la violencia y el perfil de las víctimas”.

Norma Cruz estuvo del otro lado del mostrador, fue testigo del escaso empeño puesto en las investigaciones y de muchas de estas omisiones. Es la Susana Trimarco guatemalteca: su militancia comenzó cuando su ex pareja atacó sexualmente a su hija, entonces, encima, menor de edad. Hoy Cruz preside la Fundación Sobrevivientes, que cobija a víctimas y sobrevivientes y acompaña en los procesos judiciales, ya que la mayoría de los familiares no puede pagar un abogado. “Es duro ver que el violador o el asesino de tu hija está libre y que presentar una denuncia no sirve para nada. Es incluso peor: acusar a los autores es peligroso, porque muchas veces te amenazan a ti”, denunció públicamente.

Las mujeres que tejen el martirologio de la violencia de género en Guatemala son criollas, mayas, negras, garifunas, también murieron salvadoreñas y otras exiliadas económicas de países cercanos. Como Mayra Gutiérrez, académica integrante del movimiento de mujeres, que sigue desaparecida desde el 2000 y la policía asegura que fue víctima de un “crimen pasional”. Bárbara Ford, monja estadounidense, es otra de sus mártires: tenía 62 años cuando le dispararon, participaba de programas de salud mental para víctimas del conflicto armado. Alba España vivió ocho años, sus vecinos lincharon a sus victimarios cuando encontraron su cadáver en un descampado. Orquídea Jeannette Palencia de Luna estaba casada, tenía tres hijos, vendía tortillas, el hombre que le disparó era un viejo conocido y estaba enojado porque un “coyote” pariente de Orquídea no lo ayudó a cruzar ilegalmente la frontera.

Los medios de comunicación guatemaltecos dicen poco y nada sobre el tema. Apenas comparten nombre de la persona asesinada, y casi nunca cubren de manera sostenida la investigación judicial. “La ocupación de la víctima es un dato que contribuye a dignificar su muerte, ya que se comunica cuáles fueron sus aportes a la vida social, política y cultural de su país”, entienden en el Centro de Reportes Informativos sobre Guatemala ( Cerigua), agencia alternativa de información que durante cinco años monitoreó cómo los principales diarios cubren el tema. “Las declaraciones de las personas cercanas a las mujeres asesinadas son claves para reivindicar su vida; en raras oportunidades se les da espacio a las familias para reclamar justicia o para que den a conocer el trato que las autoridades le dan a la investigación.”

“Abordar el contexto social y político en el que se presentan los casos contribuiría a que la población tome conciencia de la situación que se vive en el país; la prensa no pone de manifiesto el círculo vicioso de la violencia de género y cómo afectó el entorno de la afectada, tampoco muestra objetivamente el perfil que retrate la conducta de los victimarios”, explica el documento de Cerigua.

Es más: en muchos países latinoamericanos que no cuentan con estadísticas oficiales de los asesinatos contra mujeres, los informes sombra del tercer sector se basan en los casos publicados en los diarios. Con todo esto, “los medios monitoreados están faltando a compromisos asumidos por el Estado guatemalteco en el ámbito internacional, en materia de derechos humanos, derechos de las mujeres y promoción de nuevas formas de comunicación y de información. Esta tendencia informativa genera percepciones exacerbadas sobre la violencia, afecta la participación social de las guatemaltecas e inhibe su desarrollo”.

Cada una de las historias es muy triste, incomprensible, insoportable. Entre ellas, la de María Isabel Veliz Franco se convirtió en estandarte. Cansada de la indiferencia de la justicia nacional, su inagotable mamá fue escuchada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la de su hija fue el primero de todos estos casos en acceder a esta organización extranjera. María Isabel Veliz Franco tenía 15 años cuando la violaron, la estrangularon, le cortaron el pelo y se lo tiñeron de rojo, le ataron los pies y las muñecas con alambres de púa. Su familia se enteró del asesinato y volvió a verla, sin vida, en un flash informativo de la televisión.

 

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