Kush Rodolfo por Esteban Ierardo
RODOLFO KUSCH Y EL VIVIR SIN MAGIA
Rodolfo Kusch es una de nuestras personalidades olvidadas. Su obra tuvo muy escasa aceptación en Argentina. En cambio, en Latinoamérica mereció elogios, atentas lecturas, y la aceptación de que, a través de su pensar, se rescata la dignidad filosófica de las cosmovisiones indígenas americanas. Kusch cristalizó un gesto intelectual intolerable para el común de los académicos: aprovechó una formación clásica en filosofía occidental no para desentrañar lo ya pensado por alguna de las consagradas luminarias del pensamiento europeo. Por el contrario, su empeño fue revalidar la visión de la realidad de la cultura incaica. Su obra paradigmática en este sentido es América profunda. Mediante el análisis de la visión del mundo andino, Kusch examina su categoría existencial del "estar" que contrapone al "ser" europeo. El "estar" supone un situarse cerca de un centro donde se concentran y conservan energías mágicas y divinas que se deben respetar y conjurar. Por contrapartida, el "ser" se entronca con la ansiedad occidental del "ser alguien", el deseo de colmar con contenido y significado un vacío que se amoneda en la intimidad profunda del sujeto de Occidente. Otras de las obras esenciales de Kusch son Indios, porteños y dioses (a la que pertenece el texto que transcribimos abajo); Charlas para vivir en América; El pensamiento indígena y popular en América. Todos estos títulos, y otros, han sido publicados recientemente en las Obras completas de Kusch, una loable iniciativa de la Editorial Fundación Ross.
Gracias a Kusch, podemos recuperar la audacia de un pensar que primero imagina. Imagina un cielo, una selva, una montaña y un surco arado de tierra, donde no se propagan los colores de los presupuestos occidentales. Cuando el pensar de ascendencia europea anhela entrever, aspirar, una cultura extraña, arcaica, premoderna, los pulmones se acaloran con un aire mágico. Por eso, ahora transcribiremos en este momento de Aperturas de Temakel la defensa del filósofo argentino de la magia indígena en contraste con el opaco realismo de la Buenos Aires moderna, o de cualquier ciudad contemporánea. Esteban Ierardo
SIN MAGIA PARA VIVIR
Uno de los motivos por los cuales rechazamos el altiplano, estriba en que allá se cree en la magia, y nosotros aquí en Buenos Aires, ya no creemos en ella. Somos extraordinariamente realistas y prácticos, por cuanto creemos en la realidad.
¿Y qué es realidad para nosotros? Pues eso que se da delante de uno: las calles, las paredes, los edificios, el río, la motaña o la llanura. Todo esto no se puede modificar, porque no puedo cambiar de lugar una casa, ni alterar la orientación de una calle, ni puedo traspasar diagonalmente una manzana para llegar a mi hogar, ya que mi cuerpo es mucho más endeble que las paredes. La realidad indudablemente se impone porque es dura, inflexible y lógica. Más aún, es una especie de punto de referencia para nuestra vida, porque, cuando andamos mucho en las nubes, viene una persona práctica y nos dice: "hay que estar en la realidad".
Y si no lo hacemos, se nos invoca la ciencia. Ella es la teoría que da una rara concreción a la realidad de tal modo que, no sólo ésta se refiere a las paredes y a las piedras, sino también a otros órdenes. Hay una ciencia económica para nuestros sueldos, otra para la política, otra para nuestras aspiraciones profesionales, otra para nuestros impulsos. Y todo es realidad, aunque "científica". La realidad es entonces como un mar de plomo, que abarca un sin fin de sectores, y en el cual debemos desplazarnos con cuidado.
Pero un día estamos tranquilos en nuestra casa, y viene un amigo y nos trae la noticia de que en la esquina hay un plato volador. ¿Y nosotros qué decimos? Pues ver para creer. De inmediato pensamos salir corriendo, claro está doblando prudentemente las esquinas para llegar al lugar donde se depositó el extraño artefacto. Ahí lo veremos, y luego creeremos. La realidad coincide con las cosas que se ven.
Pero podría ocurrir que no saliéramos corriendo, y le dijéramos a nuestro amigo: "¿Me vas a hacer creer que se trata de un plato volador?" Y el amigo nos respondiera: "Todo el mundo lo dice". Es curioso, ya lo dijimos, por una parte yo le hago notar al amigo que él me tiene que hacer creer, y por la otra, él se confabula con todo el mundo, o sea con los seis millones de habitantes de Buenos Aires, para que yo le crea. Y esto ya no es ver creer, sino al revés: creer para ver. A veces tengo que ver la realidad para creer en ella, otras veces tengo que creer en la realidad para verla. Por una parte quiero ver milagros para cambiar mi fe, y, por la otra, quiero cambiar mi fe para ver milagros.
Por eso, podemos creer en la realidad y en la ciencia, pero nos fascina que un hechicero del norte argentino haga saltar el fuego del fogón, para hacerlo correr por la habitación. También nos fascina que en Srinagar, en la India, algún guru o maestro realice la prueba de la cuerda, consistente en hacerla erguir en el espacio y en obligar a ascender por ella a un niño, quien probablemente nunca más volverá a descender. Y también nos fascinan los malabaristas en el teatro, porque hacen aparecer o desaparecer cosas, o seccionan a un ser humano en dos partes, y luego las vuelven a pegar sin más. ¿Y qué nos fascina en todo esto? Pues que la realidad se modifica. ¿Y en qué quedó el carácter inflexible, duro, lógico y científico de la realidad?
Mientras escribo estas líneas veo por mi ventana un árbol. Este pertenece a la dura realidad. ¿Si yo me muero, el árbol quedará ahí? No cabe ninguna duda. ¿Pero no podría pasarle al árbol lo que a nosotros, cuando muere un familiar querido? ¿En este caso qué lamentamos más: la ausencia definitiva del familiar, o más bien la hermosa opinión que él tenía de nosotros? ¿Le pasará lo mismo al árbol? Yo siempre lo he visto hermoso, y mi vecino, quien es muy práctico, ya no lo verá asi. Cuando yo muera, morirá mi opinión sobre el árbol, y el árbol se pondrá muy triste y se morirá también.
¿Pero no habíamos dicho que la realidad es dura, flexible y lógica? Así lo dicen los devotos de la ciencia. Pero a mí nadie me saca la sospecha de que los árboles no obstante piensan y sienten. Porque ¿qué es la ciencia? No es más que el invento de los débiles que siempre necesitan una dura realidad ante sí, llena de fórmulas matemáticas y deberes impuestos, sólo porque tienen miedo de que un árbol los salude alguna mañana cuando van al trabajo. Un árbol que dialoga seria la puerta abierta al espanto y nosotros queremos estar tranquilos, y dialogar con nuestros prójimos y con nadie más. Evidentemente no creemos en la magia, no sólo porque tengamos una firme convicción de la dureza de la realidad, sino ante todo porque necesitamos llevarnos bien con 6 millones de prójimos encerrados en la ciudad de Buenos Aires. Y para ello es preciso poner en vereda a los árboles con su lenguaje monstruoso y creer en la dura, inflexible y lógica realidad. (*)
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