Blogia
criticamedicina

Poetas antiimperialistas de America

Literatura Cubana y Fin de Siglo



por Francisco López Sacha
Aunque parezca mentira, la vuelta en redondo del Siglo XX nos ha convertido de pronto en damas y caballeros de antaño. No usamos ya levita ni bombín, ni abanicos ni bastones de carey, pero tendremos en la próxima centuria el mismo rostro asustado que sale de ellas en las fotografías de cajón.
En un poema de Aramís Quintero, que tiene esa memoria del futuro, parecemos los mismos, pero no lo somos. El barco que zarpó con la intervención norteamericana en Cuba en 1898 va llegando al otro extremo del muelle con una nación independiente a bordo, con un proceso social que nos ha colocado otra vez en el vórtice del mundo, con un movimiento literario de tanto peso como aquel que dejamos atrás con la muerte de Julián del Casal y José Martí. Si en esos días la nación se jugaba su destino contra el dominio español, en un gesto de tan alta fuerza que nos hacía inaugurar el Siglo XX -sí, este siglo, q! ue no comenzó en Sarajevo en 1914, ni en Petersburgo en 1917, sino en las playas de Daiquirí, como afirma más de un historiador-, esa misma nación, que ya es otra, se empeña hoy en culminar una pelea contra el más poderoso imperio de la Tierra para preservar sus derechos, su identidad y su cultura. Atrás quedó el modernismo y ahora vamos llegando a la posmodernidad.

El viaje ha sido largo, pero fructífero. En 1899 Esteban Borrero Echeverría publicó tímidamente el primer libro de cuentos de la literatura cubana. Hoy tenemos una tradición, la cual, después de ese volumen, nos ha dejado el realismo mágico, lo real maravilloso, el absurdo, la fabulación poética, la estilización del Cuento rural, la cuentística de la violencia y la narrativa de la intimidad en nombres tan importantes para nuestras letras -y en algunos casos para las letras de todo el continente- como Alejo Carpentier, Lino Novás Calvo, Virgilio Piñera, Eliseo Diego, ! Lydia Cabrera, José Lezama Lima, Onelio Jorge Cardoso, Guillermo Cabre ra Infante, Dora Alonso, Reinaldo Arenas, Eduardo Heras León, Miguel Collazo o Senel Paz. Todos confluyen en este fin de siglo, en esta narrativa iconoclasta que los más jóvenes escritores inauguraron en 1988.

Ahora están de nuevo las sombras del neobarroco y el absurdo, los estilos asimétricos de Severo Sarduy, Virgilio Piñera, Ezequiel Vieta y Calvert Casey, en esa pelea por eliminar del relato la estructura dramática iniciada con Poe. Los nuevos narradores de esa línea parecen declr: «El Cuento es escritura, no nos complace el argumento creciente, ni el clímax, ni el desenlace». Así aparecen, por un lado, escritores como Rolando Sánchez Mejías, Atilio Caballero, Ena Lucía Portela, Alberto Garrandes, Jesús David Curbelo, quienes, en la mayoría de sus historias difuminan la anécdota, desdibujan a los personajes, quiebran el conflicto y la unidad de sentido para hablarnos del mundo marginal en las ciudades, de la angustia, de la soledad del individuo. Sus ! ficciones son hijas del minimalismo y la posmodernidad, y algunos de sus textos han resultado verdaderos rompecabezas para la crítica. Son historias audaces, desprovistas de centro, cuyo tono se acerca al ensayo, la poesía y la literatura de reflexión.

Por otro lado, más cerca todavía de la generación precedente, de Senel Paz, Miguel Mejides, Abel Prieto, Mirta Yáñez o Reinaldo Montero, quienes fundaron la narrativa de la intimidad en los 80, están los rockeros, los fabulistas y los actuales cuentistas de la violencia, como Alberto Garrido, Ronaldo Menéndez, Angel Santiesteban, Milene Fernández, José Manuel Prieto, Eduardo del Llano o Raúl Aguiar, los cuales mantienen la melodía, la anécdota, el equilibrio dramático, para contarnos con agresiva intensidad el mundo cotidiano de los jóvenes, el desenfado sexual, los problemas humanos en las campañas del internacionalismo en Africa y el desvelado asombro ante el desplome del socialismo real. Ellos también experimentan con nu! evas estructuras del relato, pero lo hacen conservando aún el hilo de la narración. Su estética es también iconoclasta, pero sus nexos con la tradición son más precisos.

Ambos grupos forman la punta de lanza en el cuento cubano y cada uno de sus miembros exhibe un tono de época que lo diferencia del pasado, y al mismo tiempo, una personalidad que lo hace ya inconfundible. Son una generación con todos los atributos que la califican: memoria colectiva, ruptura estilística, temáticas nuevas. Lo cierto es que han empujado el género hasta fronteras insospechadas, y se unen a los nuevos impulsos que escritores ya consagrados como Miguel Collazo, Antón Arrufat o Pablo Armando Fernández le dan al cuento en estos años. La década de los 90 ha estallado en todas direcciones y otros escritores como Arturo Arango, Aida Bahr, Leonardo Padura, Pedro de Jesús López, Jorge Luis Arzola, Alberto Guerra Naranjo, José Miguel Sánchez o Guillermo Vidal han conseguido bellísimas historias en el magma de esta explosión. Un fenómeno como este no ocurría desde los añ! os 40, cuando la gran diversidad de influencias creó el cuento moderno entre nosotros. Ahora estamos viviendo una experiencia similar y, por primera vez en nuestra historia, el cuento reina como el explorador por excelencia en este fin de siglo de la literatura cubana.

- * - * - * -

Ese era el lugar de la Poesía, que ahora, misteriosamente, va detrás. Pienso que llegó tan lejos en los años 80 que se atomizó; se hizo tan personal y única en la obra individual de los poetas que dejó de encabezar el movimiento literario; es decir, perdió el sentido de orientación común que la había caracterizado hasta entonces. No hablo, por supuesto, de su calidad, sino de su perfil. La eclosión que también experimenta el género no es visible para el lector, y los buenos poemarios deambulan por los estantes de las librerías sin que la crítica les haga justicia. La crisis editorial que padecimos con todo rigor en los primeros años de los 90 le hizo sufrir, antes ! que a otros géneros, lo que Antón Arrufat denomina «ausencia de vis ualidad literarias». Las escasas tiradas de los libros cubanos, desde entonces hasta hoy, dañaron los vínculos de comunicación con una materia tan sensible, y los lectores se desorientaron ante la fiebre de las plaquettes y los volúmenes de pequeño formato. La recuperación editorial, que todavía es lenta, no alcanza a paliar el daño, y la poesía vive un momento de aislamiento, a pesar de su intensidad.

Sin embargo, fue la poesía quien nos hizo transitar por el romanticismo, el modernismo y la vanguardia con una calidad y una fuerza inusuales, a la altura de las grandes literaturas nacionales del continente. Con Heredia tuvimos el primer romántico americano, con Zenea, el primero de los exquisitos, y con Casal y Martí a los primeros modernos.

El mapa de la poesía cubana se ensanchó tanto desde entonces que no hubo un grupo, una tendencia o una promoción que no tuviera, al menos, un excelente poeta. Guillén, Lezama, Ballagas, Brull, Poveda, Dulce María Loynaz, F! lorit, Tallet, Navarro Luna, Boti, Pedroso, Pita, Mirta Aguirre o Virgilio Piñera, entre los mayores, y Eliseo Diego, Cintio Vitier, Gastón Baquero, Fina García Marruz, Samuel Feijóo, Carilda Oliver o Jesús Orta Ruiz, entre los más jóvenes, abrieron a principios y a mediados del siglo XX una línea cósmica que ya no permitía las clasificaciones de antaño, con una poesía moderna que abarcaba todas las esencias del cubano, desde las preocupaciones sociales, étnicas, políticas y cotidianas, hasta el diálogo permanente con la inmensidad. A la Revolución llegó todo el caudal de esa poesía y los hijos del coloquialismo pronto desafiaron a sus padres. Rolando Escardó, Roberto Fernández Retamar, Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández, César López, Fayad Jamis, Antón Arrufat, Rafael Alcides, Nancy Morejón, Miguel Barnet, Francisco de Oraá, Manuel Díaz Martínez, Luis Marré, Lina de Feria, Waldo Leyva, Luis Rogelio Nogueras, Raúl Rivero, Guillermo Rodríguez Rivera o Delfín Prats, alc! anzaron registros extraordinarios en la segunda mitad del siglo.

Los años 80 significaron la reacción contra el coloquialismo, la vuelta a la metáfora y a los temas de carácter íntimo, algo que la oleada política de los 60 y 70 había ido separando del discurso poético. La riqueza tropológica se manifestó nuevamente y agudos conflictos sociales y éticos volvieron a la poesía. Raúl Hernández Novás, Reina María Rodríguez, Angel Escobar, Yoel Mesa Falcón, Marilyn Bobes, Luis Lorente, Aramís Quintero, Osvaldo Sánchez, Alex Fleites, Efraín Rodríguez Santana, León de la Hoz, Carlos Martí, Mirta Yáñez y Alex Pausides comenzaron una experiencia poética en esa dirección que atravesó los años 80 y dejó una estela de seguidores. La poesía de entonces hizo enorme al sujeto lírico y se lanzó a la reconquista de un espacio espiritual donde el diálogo con la sociedad se acentuó en el individuo. Nacía una poética divergente, llena de interrogantes sobre el destino social e individual en Cuba; algo muy similar a lo que había sucedido en los años 60, sólo que ! con otro lenguaje. Esta poesía resultó mucho más agresiva y audaz en su diseño tropológico, pagó sus deudas con el coloquialismo y estableció un canon estilístico que perduró por varios años. El retorno, o la recuperación de la cantidad hechizada, para decirlo con palabras de Lezama Lima, volvió a dotar al corpus poético de un sentido en sí mismo, cualidad que la poesía coloquial había desdeñado en aras de una comunicación más directa. Volvió el referente culto, la parábola, la analogía, el diálogo invisible con la gran poesía cubana y la conciencia de la intertextualidad.

Muy pronto estos signos cobraron fuerza en tendencias opuestas, una de ellas totalmente agresiva, donde ya el poema se dislocaba y se volvía asimétrico, se convertía en manifiesto, en objeto, en hecho conceptual, sobre todo en la poética de Ramón Fernández Larrea, Omar Pérez, Sigfredo Ariel, Carlos Augusto Alfonso y Alberto Rodríguez Tosca. Junto a ellos creció una especie de lirismo refle! xivo, más pausado y austero en su diseño, en la poesía de Emilio Garcí a Montiel, Roberto Méndez, Dagmaris Calderón, Soleida Ríos, Odette Alonso, José Pérez Olivares y Abilio Estévez. Asistimos entonces a una partenogénesis en el movimiento poético cubano. Una línea se tornaba desafiante, abierta, dionisíaca en una suerte de estética del desconcierto; mientras que otra buscaba la quietud, el soliloquio, la hondura vital, con el cuidado de la exquisitez en la materia poética. En realidad, parecía cumplirse en la poesía lo que el crítico y narrador Arturo Arango aventuraba, en 1988, para el cuento : la división entre violentos y exquisitos. Subrayé entonces la necesidad de nuevas herramientas críticas para entender el viaje de la poesía cubana, la cual, a todas luces, tomaba en esa época por senderos desconocidos. Una inquietud similar pude escuchar en otros críticos, mucho más autorizados que yo, como Guillermo Rodríguez Rivera, José Prats Sariol, Virgilio López Lemus, Roberto Zurbano y Víctor Rodríguez Núñez en relación con la rápida fra! gmentación del género.

Hacia el comienzo de los años 90 ya era evidente que estas y otras tendencias se alejaban entre sí, se expandían hacia puntos cada vez más lejanos, hacia una poética de la intimidad, de la agonía y de cierta intensidad metafísica en la obra de Antonio José Ponte, Jorge Luis Arcos, Norge Espinosa, Sonia Díaz Corrales, Agustín Labrada, Rolando Sánchez Mejías, Juan Carlos Flores, León Estrada, Rito Ramón Aroche, Teresa Melo, Víctor Fowler, Edel Morales, y aun en la obra posterior y más reciente del último, Angel Escobar, de Reyna María Rodríguez, Marilyn Bobes o Efraín Rodríguez Santana, en algo que podría calificar como la fuga o la reconstrucción del signo poético. La nueva galaxia todavía está en formación, y si en ella crece la poesía, la auténtica, la grande, la alta poesía cubana, también es cierto que se disgrega o atomiza a una gran velocidad.

- * - * - * -

No ocurre así con la Novela, la reina de las di! ficultades. La existencia de una tradición en Cuba -una tradición de m ovimiento lento, espaciado y envolvente-, y de un mercado interior y exterior, la respaldó de manera invisible en estos años difíciles. Su producción no se detuvo, aunque sufrió un colapso editorial entre 1990 y 1994, en el instante mismo en que volvía a levantar el vuelo y retornaba a su derrotero clásico. El ascenso paulatino de los años 80 se vio de pronto frenado y, gracias al esfuerzo del Fondo para el Desarrollo de la Educación y la Cultura, pudo continuar su ruta, dentro de esa sinuosidad que la caracteriza.

En este caso, tengo que insistir en la importancia de una tradición tal vez más lenta, pero de gran solidez en sus obras mayores, que impidió en gran medida la parálisis del género en momentos en que apenas había papel para los libros escolares. La conciencia de un público lector, ganado ya para la novela, y la existencia de una novelística cubana, provocó una atención particular de las casas editoras, que se esforzaron por revivir el género con todo tipo de aux! ilio. Si la novela no hubiera logrado por sí misma, desde el siglo pasado, una altura tan grande, difícilmente habría sorteado tan áspero escollo.

Pero ahí estaba la revolución que la novela cubana provocó a mediados del presente siglo, en las obras iniciales de Lino Novás Calvo, Enrique Serpa, Carlos Montenegro, Enrique Labrador Ruíz, Dulce María Loynaz, Virgilio Piñera y Alejo Carpentier. Ahí estaban el realismo mágico, el absurdo y lo real maravilloso abriendo para siempre la puerta de la Nueva Novela Hispanoamericana entre 1933 y 1962. Ahí estaba el realismo social en las obras tempranas de Lisandro Otero, Humberto Arenal, Jaime Sarusky, Edmundo Desnoes y José Soler Puig, y el Año de Gracia de 1966, cuando se publicó Paradiso de José Lezama Lima, Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet, Pailock, e/ prestigitador de Ezequiel Vieta. Y, de pronto, el estallido enceguecedor de la novela en 1967 y 1968, cuando se publicaron, en ! Cuba y fuera de Cuba, obras de la talla de Tres trites tigres de Gluillermo Cabrera Infante, Celestino antes del alba y El mundo alucinante, de Reinaldo Arenas, De donde son los cantantes, de Severo Sarduy, Siempre la muerte, su paso breve, de Reynaldo González, En la cal de las paredes, de Gustavo Eguren, Los niños se despiden, de Pablo Armando Fernández, y El Viaje, de Miguel Collazo.

Los años 70 fueron un paréntesis en el alto desarrollo del género. A excepción de Alejo Carpentier en su período final, del proyecto neobarroco de Severo Sarduy y del regreso triunfante de los Soler Puig con esa obra maestra que es El pan dormido, la novela cubana entró en fase gris, caracterizada así por Ambrosio Fornet. Ni Manuel Cofiño, ni Miguel Cossío pudieron acercarse a la calidad del período anterior. La naciente novela policial no daba todavía buenos frutos y los novelistas que se iniciaban estaban demasiado contreñidos a la división superf! icial entre el presente y el pasado de la Revolución. Hacia el fin de la década, la novela se recupera con los libros iniciales de Manuel Pereira, Antonio Benítez Rojo y Alfredo Antonio Fernández, quienes vuelven su mirada al boom , al tiempo que nace otro género dentro y fuera de Cuba : la memoria novelada, con De Peña Pobre, de Cintio Vitier, y La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante, dos libros de sumo interés no suficientemente visitados por la crítica.

Entre 1983 y 1989 se produce otro cambio que nos lanza de nuevo al interés nacional e internacional. Novelas como Un rey en el jardín, de Senel Paz, Temporada de ángeles, de Lisandro Otero, El cazador, de Raúl Luis, Rajando la leña está, de Cintio Vitier, Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz, Un tema para el griego, de Jorge Luis Hernández, y Oficio de ángel, ! de Miguel Barnet, volvieron a colocar a la crítica y al lector ante el fenómeno de un renacer de la novelística cubana. Se cumplía la inquietud de Ambrosio Fornet, quien, en su Pronóstico de los 80, daba una clara señal de alerta en relación con el despegue del género.

Los 90 comenzaron, en realidad, en 1994, cuando en la Feria del Libro de La Habana se presentaron algunos títulos que iban a marcar la pauta de estos años. El ojo Dyndimenio, de Daniel Chavarría, no sólo iba a resultar la mejor novela policial cubana escrita hasta hoy, sino el trazado minucioso y apasionante de los cultos secretos griegos en el siglo de Pericles. Esta novela obtuvo el Premio Planeta/Mortíz en 1992 y está traducida a diversos idiomas. Matarile, de Guillermo Vidal, le iba a dar un vuelco a la novela sicológica, al construir un narrador inusual que visitaba su pasado y su futuro en una letanía poético - narrativa que alcanzaba a iluminar la vida cubana en las décadas de los años 60 y 70. Otro golpe de dados,! de Pablo Armando Fernández, iba a profundizar en la historia de la emigración francesa en el siglo XVIII con la técnica «actualizada» de una novela romántica. Sangre azul, de Zoe Valdés, con un raro tejido simbólico, con personajes diluidos en arquetipos, iba a constituir una novela de anti - aprendizaje, y Estación central, de Miguel Collazo, un fresco de la vida en la República.

Con estos narradores volvían también la temática amorosa y sexual, salíamos del laberinto de la Historia y nos incorporábamos a la meditación, la reflexión distante del presente o el pasado, al regusto por lo experimental. Una de las mejores piezas de este instante resultaba ser A Tarzán, con seducción y engaño, de Humberto Arenal, que reunía en su trama todos estos elementos. La novela se abría a nuevas tendencias, asimilaba sin dificultad el discurso político, el diálogo teatral, el ensayo y, sobre todo, recuperaba su capacidad para construir u! n mundo.

Al finalizar la década, nuevos escritores se sumaban al gén ero con calidad indiscutible. El vuelo del gato, de Abel Prieto, y La leve gracia de los desnudos, de Alberto Garrido, cerraban el siglo en Cuba con esa capacidad autorrefleja tan necesaria a este tipo de ficción. Ambas novelas transitaban por «debajo» de la Historia, con una cronología propia, con una independencia casi absoluta de la épica o los sucesos sobresalientes de la Revolución, con una fábula condicionada por las experiencias de sus personajes, con un universo neofigurativo cuyos referentes estaban en la cultura cubana o universal. Ambas también «ensayaban» creaban su propio lenguaje, sus propios códigos, y lograban una belleza de estilo al tocar las zonas más íntimas de nuestra propia existencia. Con temas diametralmente opuestos, Prieto y Garrido se lanzaban a la conquista de la identidad novelada para mostrarnos el lado secreto de lo cubano. Había terminado, por fin, el predominio del conflicto entre el individuo y la Historia, inaugurado brillante! mente por El siglo de las luces refutado con agudeza por Temporada de ángeles, y llevado al paroxismo en Las iniciales de la tierra. La novelística cubana entraba en aguas más tranquilas, pero no menos profundas.

De pronto, sonó en todas partes el toque de a rebato para la novela cubana. Al mismo tiempo que se entrecruzaban los caminos y se publicaban novelas cubanas dentro y fuera de Cuba, en medio de la crisis editorial de los 90, y del creciente interés de los editores extranjeros, El polvo y el oro de Julio Travieso, obtenía el Premio Mazatlán y se convertía en una de las mejores novelas de la década; Las palabras perdidas, de Jesús Díaz, era finalista en el Nadal y se editaba, con el favor de la crítica, en España, y Columbo de Terrarrubra de Mary Cruz, figuraba entre las finalistas del Rómulo Gallegos. La novela avanzaba en el mercado internacional y el éxito también lo conseg! uían otros escritores. La isla del cundiamor de René Váz quez Díaz, alcanzaba tres ediciones en Alfaguara, España, con una lograda ficción sobre el mundo cubano - americano en Miami, y Eliseo Alberto, que había obtenido el Premio de la Crítica en 1984 con La fogata roja publicaba en México La eternidad por fin comienza el lunes una novela circense, bien elaborada, aunque quizás demasiado apegada a sus modelos: Haroldo Conti y Gabriel García Márquez. En 1995, se editaba en Zurich La parte oscura del poeta Francisco de Oraá, una de las piezas más logradas de la literatura de reflexión, joya de la novela de pensamiento. En 1996, Leonardo Padura alcazaba el Premio Café Gijón, en Madrid, con Máscaras la tercera novela y para mí la mejor de su serie policial, tan difundida y aclamada en Cuba. Esta novela también obtenía el Premio Dashiell Hammet en 1998. A fines de ese año, Eduardo del Llano merecía el Premio Italo Calvino y publicaba Arena en italiano, mientras que P! edro Juan Gutiérrez daba a conocer en Anagrama su discutida Trilogía sucia de La Habana que, más que una novela, es un puñado de crónicas, relatos y viñetas del bajo mundo habanero durante el período especial. En este libro es demasiado visible la influencia de Miller y Bukowski, los trazos son muy burdos y se nota el esfuerzo del narrador por dar una continuidad a un material poco dúctil, y en realidad, poco elaborado. En cambio, en El rey de La Habana publicada un año después, hay en verdad una novela de tesis construida con la vida brutal y anodina de un personaje marginal. Más allá del horror que relata, y que por momentos resulta excesivo, hay aquí una voluntad de estilo y un resultado que emerge del propio desarrollo de la trama, de la disección casi microscópica y naturalista de un personaje situado en el vacío.

El éxito, sin embargo, más auténtico y arrollador lo obtenía Abilio Estévez con Tuyo es el reino una novela que n! o vacilo en calificar de extraordinaria. Publicada originalmente en Tu squets, traducida a varios idiomas, aclamada por la crítica internacional y nacional, y colocada este año entre las grandes obras del fin de siglo al recibir en Francia el Premio al mejor libro extranjero, Tuyo es el reino se convertía en la novela cubana que mejor expresaba entre nosotros la renovación del género. Estévez conseguía una pieza de lúcida intensidad, donde el espacio de un minúsculo barrio habanero se convertía en un símbolo de Cuba. Escrita deliberadamente «fuera» de la Historia, la novela elabora, sin embargo, una imagen precisa de la República, con atisbos de indudable profundidad hacia el destino del hombre en la Revolución. Narrada en el pasado y el futuro, con un procedimiento teatral en el discurso del autor, consigue lo que a mi juicio es el triunfo mayor de una obra de arte: la creación personal del mundo.

Naturalmente, no toda la literatura novelada que ha sido publicada en esta década tiene la misma calidad, aunque sea un éxito. Esta ! explosión de mercado ya deja sus huellas en novelas apresuradas, que más que novelas, son apuntes de ellas, borradores de estilo donde aún no se percibe ni la madurez creadora ni la inteligencia en el arte de novelar. En estos casos, el asunto, o la superficie del argumento, ha despertado más interés en algunos editores extranjeros que el propio acabado artístico. Así, la crítica desmañada a los problemas sociales de Cuba, la exposición de nuestras carencias, o la intención de fustigar a la Revolución, encuentran eco en cierta eclosión de mercado, que vende como una mercancía de arte lo que podría pertenecer al periodismo de opinión o al panfleto político. En 1995, por ejemplo, Zoe Valdés cambiaba su estilo en La nada cotidiana y producía un libro de éxito, en el que, sin embargo, no había ni un suficiente trabajo con el idioma m una verdadera intensidad temática. La obra se convertía en un soliloquio en primera persona, llena de exposiciones que suplían la au! sencia de un argumento. En esta pieza, y en Te di la vida entera , finalista del Premio Planeta en 1996, se consagraba un producto de marketing. En ambas, el pistoletazo sthendaliano es tan sonoro que apaga los violines del concierto. Sin que ello ocurra en Caracol Beach, de Eliseo Alberto, Premio Alfaguara en 1997, donde hay momentos y páginas de excelente factura, se nota demasiado la mano del guionista de cine en el tejido de una historia de violencia, en la cual los personajes están delineados con tal brusquedad, y los contextos son tan neutros, que la novela se diluye en un thriller, en las escenas de una noche americana, para decirlo en el lenguaje de Truffaut. Desde luego, estos juicios no pretenden invalidar el futuro literario para estos autores -no tengo ni poder, ni deseo, ni capacidad para hacerlo-, pero sí llamar la atención sobre la verdadera literatura y aquella que se produce siempre al margen de la moda, los negocios, o las coyunturas políticas, y que realizan los escritores cubanos en ! cualquier lugar del globo, vivan donde vivan.

Ahora estamos renaciendo al interés mundial después de varios años de silencio. Ya no viajamos en aquel submarino amarillo que reseñara Leonardo Padura en su excelente antología de cuentos publicada en México. Ya estamos en la superficie, en la cubierta de ese barco encantado del que hablaba al comienzo. Es curioso que José Lezama Lima y Billy Joel hayan tenido la misma expresión, en diferentes épocas, para juzgar su éxito: «Trabajé a la sombra y en silencio esperando mi oportunidad, y mi oportunidad llegó con Piano man, (léase Paradiso)». Así ocurrió entonces el azar concurrente entre un poeta y una estrella de rock, como ahora sucede con nuestra narrativa. Pero otros azares no menos venturosos nos esperan en este fin de siglo. El barco de la nación cubana va llegando a puerto y en él van sus memorias. Y su literatura.


Trabajo fue publicado el 10/14/02

0 comentarios