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El medico del futuro por Ernesto Guidos

La necesaria transformación de los médicos: de nadadores en
piscina a nadadores en el ancho mar


Introducción
Ejercer de médico ha sido siempre un privilegio. El contacto directo
con la superficie y los abismos del cuerpo y del alma ha dado un
halo de prestigio y respeto a los médicos. Dicho halo compensa en
parte la incertidumbre vital a que lleva la práctica médica
consciente. Incertidumbre vital fácil de entender, pues no es fácil
tener contacto diario con las miserias orgánicas, psicológicas y
sociales y mantener la alegría de vivir.

El prestigio y el respeto de los médicos se consiguen dando
respuesta al sufrimiento, a los problemas de salud, curando a
veces, calmando a menudo, consolando siempre. Al estar
investidos por ese halo superior, casi sagrado, los médicos han
tenido siempre un estatus de excepción. Este estatus se cuestiona
hace décadas, pero persiste sin grandes modificaciones desde hace
milenios (al menos para el paciente y para sus familiares).
El ser humano es un ser para la muerte, y en ese viaje hay
simultáneamente disfrute y sufrimiento sin cuento. Ser conscientes
e inteligentes, tener un cerebro que no se comprende, es algo que
se paga. Por ello el enfermar humano tiene siempre un componente
de amenaza para la vida, de complejidad psicológica y social que va
más allá de las simples alteraciones biológicas. Los médicos lo
viven y lo perciben así, por mucho que en general practiquen sin
saberlo un realismo trasnochado que lleva a una visión mecánica y
biológica del enfermar. Con esta visión el médico ha ido cambiando
su papel de sanador, de profesional capacitado para dar respuesta
a los problemas de salud y al sufrimiento para devenir en científico
que ofrece soluciones técnicas, como la casi inmunidad frente a la
infección (con las vacunas y antibióticos), o la anulación del dolor (y
hasta de las conciencia, con la anestesia). En esa transformación
de sanador a científico se debilita el halo superior y sagrado, se
pierde el rol de excepción.
Tras siglos (y milenios) de evolución el médico se pretende ahora
científico, no sanador. Cura, alivia y consuela, pero no por su
profunda humanidad ni por su capacidad de entender el sufrimiento,
sino por su poder científico para comprender el origen del mal, la
alteración bioquímica y genética subyacente a la enfermedad, que
hay que reparar para restaurar la normalidad. Lo importante no es
escuchar, ni asentir, ni hablar, sino comprender los mecanismos
que conducen a la enfermedad, utilizar las tecnologías necesarias,
diagnosticar la misma y proceder al empleo de los métodos
terapéuticos adecuados. Aparentemente el ser humano es una
máquina en la que se pueden incluso sustituir piezas sin más, como
bien pretende demostrar el campo de los transplantes.

 Del halo personal al halo tecnologico
En el largo camino de la evolución humana el médico está
empezando a cerrar un círculo mágico que se inició con el primer
homínido capaz de entender el sufrimiento de su semejante, y de
ofrecerle consuelo específico con alguna técnica de escucha (la
escucha terapéutica o la promesa de un más allá, por ejemplo), la
habilidad en alguna práctica (reparar una fractura y atender un
parto, como ejemplos) y el manejo sabio de la farmacología vegetal
(desde la hoja de coca a la de digital, por ejemplo). Aquel poder
mágico no ha abandonado nunca al médico, pues el humano
enfermo es un ser desvalido que pierde muchas de sus defensas
psicológicas y sociales por la enfermedad en sí, y por el propio
papel de enfermo, de forma que el paciente se entrega en general
sin reservas al médico (“lo que usted diga, doctor”) que se convierte
en alguien casi omnipotente en los momentos en que el dolor y el
sufrimiento debilitan el razonamiento.
El cierre del círculo mágico traslada el halo superior, casi sagrado,
del propio médico a sus métodos y técnicas diagnósticas y
quirúrgicas. “El paciente ha muerto, pero el equilibrio iónico ha sido
correcto hasta el final” se le puede llegar a decir a los familiares,
pues el propio sistema de incentivos lleva a la exageración de la
biometría en detrimento de la empatía. El médico está dejando de
ser el placebo, poderosísimo y eficaz placebo, para revestirse de
una ciencia con poco fundamento (pues muchas veces se
confunden cifras y cálculos con ideas e hipótesis, y ciencia con
arte).
El médico cede poder y recupera “anonimato” (se desliga del
paciente y de su sufrimiento). El médico delega en la tecnología, y
se convierte en operario. Pasa de ejercer una profesión a practicar
un oficio. El horario se cumple a rajatabla (“de ocho a tres, médico;
después tiempo para vivir”). Ya el médico empieza a ser nada per
se. Precisa, al menos, de una especialización y de unas técnicas.
“La silla” de Marañón es cada vez más irrelevante para el propio
médico, pero no para todos, y sólo para algunos pacientes.

De datos blandos a datos duros
La sociedad cambia, y es cierto que cada vez encontramos más
pacientes impacientes, más políticos exigentes y más medios
impactantes, lo que cambia el paisaje de las necesidades y
expectativas sanitarias de la población. La respuesta médica está
siendo la transformación mencionada, del médico sanador en
médico científico. Sin embargo, la transformación tiene costes
intangibles. Uno fundamental, la deshumanización de la práctica
médica. Es decir, el menor énfasis en el sufrimiento, en la escucha,
en la comprensión, en la empatía, en los datos “blandos”. El médico
científico se centra en las técnicas, en los datos “duros” que
proceden de los métodos diagnósticos y terapéuticos que permiten
el diagnóstico y reparación de los errores y/o daños orgánicos, lo
que se supone conllevará la recuperación de la normalidad.
La presencia de la muerte resulta incomprensible en este panorama
de vida sana permanente (la antigua “eterna juventud”). La solución
es ignorar la muerte, establecer una “batalla” contra ella,
pretendiendo ignorar que siempre se pierde (los médicos como
mucho retrasan muertes, nunca salvan propiamente vidas). Incluso
se llega a ignorar el propio sufrimiento. Así, por ejemplo, los
oncólogos apenas dedican treinta segundos, de entrevistas de
hasta media hora, a demostrar empatía y a explorar la angustia y
ansiedad del paciente en el encuentro en que se le comunica el
diagnóstico; casi todo el tiempo se dedica a consideraciones
diagnósticas y terapéuticas, y muchas veces de dejan de lado las
cuestiones clave, tipo: “¿cuántos días de vida, y de qué calidad, me
añade el sufrimiento que usted me está proponiendo para “luchar”
contra la enfermedad?”.

La atención se centra en los datos duros, en los que tienen que ver
con los métodos y técnicas diagnósticas y terapéuticas. El paciente
se “cosifica” al tiempo que el médico transforma la profesión en
oficio que le hace más independiente, menos humano, más
distante, más insensible ante el sufrimiento, menos sanador, más
aparentemente científico.

De la salud como autopercepción a la salud como resultado
biométrico

La visión realista de los médicos y el consiguiente modelo biológico
casi mecánico del enfermar lleva inexorablemente a una definición
biométrica de salud. Estar sano empieza a dejar de ser una
experiencia vital, como estar feliz, para pasar a ser una situación
médicamente definida. Así, el niño sano es aquel cuyas curvas de
crecimiento se adaptan a la norma, y cuyo pediatra/médico general
certifica con un examen en profundidad la ausencia de
anormalidades. Un niño sano no lo es por la definición de la madre
y de la familia, sino por definición médica. En este ejemplo la
“guerra” ha sido perdida por las abuelas. Sucede exactamente igual
con el adulto, que es sano en cuanto encaja en los parámetros
médicamente definidos.
La biometría alcanza cada vez más campos, incluyendo resultados
bioquímicos y genéticos, y pruebas psicológicas. Los exámenes y
chequeos se suceden sin pausa a lo largo de la vida, y la revisión
del niño sano es el primer peldaño en esta escalera de definiciones
médicas que lleva incluso a reservar el diagnóstico de muerte
también al médico (por más que en algún caso el muerto incluso
empiece a oler a putrefacto). Lo importante es la cifra del colesterol,
o la de la glucosa, o la de la tensión arterial, o la de troponina, o la
del perímetro abdominal, o la del peso, o el coeficiente intelectual.
Uno está sano si las cifras se encuentran entre los valores definidos
artificialmente como normales
.

Desde luego, es imposible “morir sano”, es decir, dignamente, sin
sufrimiento, sin “luchar”, sintiendo que ha llegado la hora. La muerte
desequilibra toda la biometría y se vive como fracaso. La muerte
rompe el halo mágico de las técnicas, y el duelo de los familiares se
transforma de nuevo en enfermedad, en patología, como si no
pudiera haber sufrimiento normal, desazón aceptada como parte del
vivir. Tomar la mano del viudo o de los hijos se vuelve un acto
indecente. Lo que se da (y con el aprendizaje, los pacientes exigen)
es un tranquilizante, no unas palabras; lo que se acepta es un
medicamento no una mano afable. Aunque increíble, es esperable,
si la salud es biometría que define el médico y si la silla ha perdido
importancia, o sirve sólo para sentarse y no como medio que
soporte una cierta terapia.
Del poder médico de definir enfermedad al poder de definir
salud
Durante milenios los médicos no definieron ni enfermedad ni salud.
El interés por la enfermedad como entidad es reciente, de apenas
tres siglos, y se debe en mucho al ímpetu de las clasificaciones
biológicas y su asociación al “poder de nombrar”. Parecía que el
agrupar a los seres vivos en especies y familias era cosa definitiva,
tan definitiva como la enfermedad. Este modelo encaja de nuevo
con la visión realista de los médicos, con su idea de que la realidad
existe tal cual, que existe independientemente de nosotros, y que
las estructuras, mecanismos y objetos de este mundo son los que
estimulan nuestros sentidos. Los médicos no suelen advertir que la
enfermedad es una construcción mental, una interpretación de la realidad. Lo que es enfermedad en una cultura en otras es normalidad, y en otras pecado.

El poder de definir enfermedad tergiversa el antiguo prestigio del ser
médico.

Este poder puede extralimitarse, y emplearse para utilizar
las definiciones en forma que aumente “el trabajo” (la importancia
del médico, las posibilidades de intervenciones diagnósticas y
terapéuticas y “el negocio”). Buen ejemplo es la definición de
insuficiencia cardiaca que en su nivel más bajo es simplemente un
estado que aumenta la probabilidad de la insuficiencia, como
obesidad (clasificada aquí como “insuficiencia cardiaca tipo A”).
Mejor ejemplo es de los cambios asociados a los trastornos
mentales, que más que guías diagnósticas parecen guías de
promoción terapéutica. También la definición de diabetes, que
aumenta en millones los “diabéticos”, sin que se acompañe de
mejoras en salud, tan sólo de mayor número de intervenciones
diagnósticas y terapéuticas. Ni que decir tiene que nada justifica el
concepto de “preenfermedad”, vista como la situación que precede
a la enfermedad, por ejemplo en la prediabetes.

Sólo muy recientemente, poco más de medio siglo, los médicos han
empezado a emplear su poder de definir enfermedad para definir
salud. Es un movimiento asociado a los “factores de riesgo”, que
son considerados en muchos casos como causa de enfermedad
(por ejemplo, la hiperlipemia), o incluso verdaderas enfermedades
(por ejemplo, la hipertensión). Se ignora que los factores de riesgo
son simples asociaciones estadísticas con la enfermedad, ni
necesarios ni suficientes para que se desarrolle la misma. La era de
los factores de riesgo sucedió a la era de los antibióticos, y en la
sucesión hay mucho más que un simple cambio de enfoque. Los
antibióticos todavía se refieren a enfermedad. Los factores de
riesgo, a salud. Este cambio no es baladí. Ahora los médicos, con
los factores de riesgo, se suman a un movimiento moralista que se
pregunta ante el paciente con infarto: “¿no fumaba?, ¿no tenía
colesterol? ¿hacía ejercicio?, ¡qué raro!”. La enfermedad empieza a
verse como el fracaso de la prevención, y en este movimiento todo
vale. La prevención se vuelve omnipotente, y si hay cáncer tiene
que existir una vacuna contra él, por ejemplo.

De médicos que dan malas noticias a médicos que las dan
buenas


En una cascada inevitable, el predominio del halo tecnológico lleva
a la relevancia de los datos duros, y estos a la definición biométrica
de la salud, que transforma la actividad de los médicos pues pasan
de centrarse en la enfermedad a centrarse en la salud. Como
siguiente eslabón lógico, los médicos casi cambian de profesión (o
de oficio, pues los métodos diagnósticos y terapéuticos son ahora el
objetivo de mucho de su trabajo, lo que hace secundaria su doble
labor sobre el sufrimiento anexo al enfermar y al morir).

Es expresión profunda y sutil de este cambio el predominio de “dar
buenas noticias” sobre el “dar malas noticias”. Por ejemplo, ya no se
es sorprendente sino se espera que el médico diga “el niño tiene
una curva de crecimiento normal” más que “este niño tiene
neumonía” (esto último como mucho en urgencias). En otro
ejemplo, lo esperable es “su chequeo es normal por completo,
¡enhorabuena!”, en lugar de “esa orina no tiene buen aspecto, hay
que hacer una cistoscopia para descartar que algo esté sangrando
en la vejiga”. Por supuesto, los médicos siguen dando malas
noticias, pero lo más frecuente es que los pacientes acudan para
buscar noticias buenas, o al menos menores, solucionables con un
cambio de vida, o mejor con una píldora (del estilo de “su colesterol
total es alto, y el malo también; tiene que tomar esto que le receto
todas las mañanas, además de hacer la dieta”).
Como consecuencia, los pacientes piden y aspiran a consultas
centradas en la prevención. Y los sistemas sanitarios “giran” hacia
la prevención, en la esperanza no justificada científicamente de un
aumento de la eficacia y de la eficiencia (el giro preventivo transfiere
de hecho recursos de pobres a ricos, de viejos a jóvenes y de
enfermos a sanos).

De consultas llenas de necesidades a consultas llenas de
tontinaderías

Las consultas en que se dan buenas noticias llevan a consultas en
las que se quiere todo y ya. “Si podemos evitar el infarto de
miocardio con un medicamento que baja el colesterol, ¿cómo es
posible que no exista algo que evite la angustia vital?”. Los
pacientes y la sociedad creen lo que se les dice. Por ejemplo, las
promesas de eterna juventud de muchos expertos (“mis hijos vivirán
hasta los 150 años sin problemas, y mis nietos no tendrán límite”,
proclamó uno de estos expertos futurólogos, cardiólogo promotor de
la vida sana que murió bruscamente a los 70 años). Por ejemplo,
las promesas de evitación del dolor (“si usted tiene dolor y su
médico no se lo quita, cambie de médico”). Otro sí, lo expertos que
prometen bienestar psíquico beatífico, con la píldora tal o la técnica
cual.
Todo ello cae en terreno abonado, en una población con pocos hijos
en los que el “yo” es cada vez más importante. No es extraño que el
resultado final sea la consulta por naderías, por nimiedades, por
tonterías. Es importante, además, lograr la consulta rápida y directa
(cara a cara) con el médico. Al final lo que agobia y preocupa al
paciente es el “gen nuestro de cada día” de esos medios
impactantes, o la desazón que conlleva el vivir, o el comprobar los
estragos del paso del tiempo en el alma y en el cuerpo, o el evitar
tal o cual cáncer, tal o cual enfermedad.
Puesto que se evita la mortalidad infantil se prolongan las vidas, y
las enfermedades crónicas son más frecuentes, y más frecuente su
coexistencia.

En lugar de añadir salud, el buen trabajo del sistema
sanitario añade infelicidad, insatisfacción ante la vida, sufrimiento y
disminución de autopercepción de salud. Es lo que se define como
“paradoja de la salud” (a más salud objetiva, peor salud subjetiva).

Las consultas se llenan de tontinaderías para las que se requiere
solución y diagnóstico inmediato. La “tiranía del diagnóstico”
provoca a su vez una medicalización y sobreuso
de recursos que no se traducen en mejoras en salud.

Del médico contento y satisfecho al médico frustrado e infeliz
El ejercicio médico ha sido siempre un ejercicio profesional duro por
el ya señalado contacto diario con las miserias orgánicas, psíquicas
y sociales. Pero el médico sanador sufría sólo por ese contacto, por
sus errores, y por su impotencia para realmente curar en la mayor
parte de los casos. Ahora el médico se frustra, quema y se torna
infeliz por estas y por otras causas.

Cuando el médico deviene un superespecialista,
un aspirante a científico bien equipado con la Medicina Basada en Pruebas y al
tiempo la atención clínica gira a la prevención, y los pacientes
quieren soluciones inmediatas a las naderías, lo esperable es la
frustración sin paliativos. El médico se siente sobreformado
para las tareas que se le asignan social e institucionalmente. Finalmente
le llega todo, desde el niño que acaba de vomitar tras comer como
un animal en una fiesta de cumpleaños a la adolescente que cada
fin de semana precisa de contracepción postcoital
porque “se nos rompió el condón”, desde el adulto que se quiere remedio a una
disfunción eréctil indeseable (“he empezado una nueva relación,
ella es mucho más joven, y no quiero fallar”) a la enésima norma
preventiva (“hay que pasar el cuestionario a todos los pacientes
para que podamos diagnosticar la depresión antes de que dé
síntomas”).

Por otra parte, los líderes profesionales no ayudan en mucho, tan
perdidos como los profesionales de a pie. Las instituciones
sanitarias exigen mediante gerentes y políticos una actitud
complaciente con la población que se da de bruces con las
simultáneas exigencias de control del gasto y mejora de la
efectividad. Los indicadores e incentivos tienen pocas veces en
cuenta la salud de la población y de los pacientes. La actividad
médica se mercantiliza y deja poco espacio al idealismo. Las
antiguas y nuevas profesiones sanitarias disputan derechos a los
médicos. Los abogados encuentran un filón en las reclamaciones
judiciales. Los médicos además de encontrarse sobreformados
y
abrumados por las naderías en las consultas (agravadas por la
burocracia inherente a una gestión poco clínica) responden con una
“medicina defensiva” que no defiende sino degrada.

Del médico que tenemos, nadando en la piscina, al que
necesitamos, nadando en el ancho mar

Tenemos médicos frustrados, superespecializados,
agobiados, que
no disfrutan del trabajo diario, quemados, amenazados por gerentes
y políticos alejados de la clínica, saturados de tontinaderias,
trabajadores que se sienten piezas y no profesionales, temerosos
de reclamaciones judiciales y ejercientes de una medicina defensiva
ofensiva, cumplidores formales de horarios precisos, que huyen del
lugar del trabajo al terminar la jornada y se compensan con
actividades extramédicas.

Por supuesto, hay médicos en el lado opuesto de este espectro y
entre ellos, y los que están en a medio camino, el sistema sanitario
se sostiene, pero difícilmente se salva el ancho abismo que separa
la eficacia de la efectividad. No es extraño que la actividad del
sistema sanitario se haya convertido en la cuarta causa de
mortalidad. Se convierte así en un mito el ideal de aplicar lo que se
precisa al 100% de los pacientes que lo necesitan y no aplicar lo
que no se precisa al 100% de los pacientes que no lo necesitan. Por
ejemplo, esto llevó a las muertes provocadas por la cerivastatina en
muchos pacientes que no precisaban ese tratamiento, mientras
siguen sin tratar muchos pacientes que necesitan hipolipemiantes.
El médico actual nada en la piscina de una especialidad, en un
entorno geográfico e idiomático endogámico, y el agua está sucia,
llena de naderías y de actividades innecesarias. Al médico actual le
falta autoridad, autonomía, polivalencia, responsabilidad y autoestima.
Nadando en la piscina es infeliz, pero fuera se ahoga. Está
condenado a nadar hasta la jubilación, o el suicidio (estricto, o
simple cambio de profesión). Cumple su trabajo, pero no le
compensa (ni profesional, ni humana ni económicamente). Su
actividad central es lograr diagnósticos, no proponer soluciones.
Algunos se libran y nadan felices en una piscina muy especial, con
agua limpia, vista con envidia por los demás, que no se hacen idea
de cómo lograr esa capacidad de innovación con instituciones que
ayudan un poco más de lo habitual. Lamentablemente, tampoco se
apoya la investigación sobre innovación exitosa, especialmente
sobre su mejor forma de difusión.

Necesitamos un médico capaz de nadar en el ancho mar, en agua
limpia, sin naderías ni actividades innecesarias. El médico del futuro
tiene que romper los corsés de las especialidades,
de los ámbitos
geográficos e idiomáticos y de la endogamia y ser capaz de cambiar
según las necesidades de la población (aumento/disminución de los
inmigrantes, nuevas enfermedades, etc.) y de sus propios deseos
vitales (unos años de media jornada, para hacer la tesis doctoral, un
año sabático en un trabajo de cooperación, unos años de horas
extras para pagar la hipoteca, unos meses como asesor de esa
empresa innovadora, etc.). El médico del mañana es un médico que
delega en otros profesionales los pacientes estables y bien
controlados y se centra en los pacientes complejos y/o
descompensados. El médico del futuro tiene autoridad, autonomía,
polivalencia, responsabilidad y autoestima,
influye en la institución y en los gerentes y políticos, y es compensado monetariamente en
consonancia. En su trabajo diario el médico será fundamentalmente
clínico, y cumplirá aquellas normas preventivas adecuadamente
priorizadas por su relevancia y eficacia demostrada. Tarea esencial
del médico del futuro es la práctica cotidiana y continua de la
prevención cuaternaria (la que trata de evitar la actividad
innecesaria del sistema sanitario y los daños de la necesaria). Los
diagnósticos recuperarán su papel necesario pero no suficiente, y
en ningún caso su “tiranía” retrasará la toma de decisiones
juiciosas. El médico del futuro será un médico satisfecho con su
trabajo, que empleará los errores como acicate para la mejora
continua de su trabajo. Cuando la innovación sea exitosa, el médico
contará con apoyos para su análisis y difusión. La clínica, siendo
importante, la verá el médico siempre como parte de un sistema
sanitario que tiene que ofrecer a los que necesitan lo que necesitan,
evitando el cumplimiento de la “ley de cuidados inversos” (“los
pacientes que precisan más servicios sanitarios reciben menos, y
esto es más cierto cuanto más al mercado se orienta el sistema
sanitario”).

De la piscina al ancho mar
El salto del médico desde el mundo turbio y pequeño de la piscina
al ancho mar precisa de cambios, mayores y menores. Los estudios
universitarios habría que disminuirlos en duración, a cuatro años
como mucho, centrados en el conocimiento necesario para la toma
de decisiones (no el diagnóstico) en la clínica diaria. Desde el
principio con aprendizaje por problemas, dependiendo de un médico
general/de familia que sería el tutor de un grupo de estudiantes
hasta el final de sus estudios (las especialidades y los hospitales
serían “escaparates” de lo raro, grave y/o infrecuente). Con una
parte básica de contenidos dedicados a antropología, sociología y
salud pública. Las instituciones sanitarias estarían libres de las
industrias (drugfree y similares) de forma que la colaboración con
las mismas se establecería a través de institutos de formación e
investigación, nunca directa y personalmente ni con estudiantes ni
con residentes ni con clínicos. La residencia duraría como máximo
cuatro años, y dos serían comunes para todas las especialidades,
basados en la medicina general/de familia, la medicina interna, la
psiquiatría y la cirugía general. A lo largo de toda la vida profesional
sería posible el cambio de especialidad, con un simple curso de seis
meses y un año posterior de “trabajo tutelado”. El trabajo a tiempo
parcial, e incluso por horas se combinaría según necesidades de las
instituciones y ciclos vitales de los médicos con el trabajo por
encima de los horarios habituales, salvando las cuestiones legales y
lógicas. Existiría una carrera profesional que incentivase el buen
trabajo clínico diario (capacidad para pasar consulta en varios
idiomas, manejo adecuado de la incertidumbre, polivalencia para
prestar servicios varios de calidad, prevención cuaternaria, etc.).
Accesibilidad para pacientes marginados y de grupos minoritarios,
incentivada según necesidad. Contratos individuales para todos los
médicos, con posibilidad de trabajo por cuenta propia para los que
se independicen, según deseos personales y necesidades de las
instituciones y de las poblaciones. Delegación de trabajo,
responsabilidad y autoridad a los profesionales auxiliares para que
no llegue al médico nada que pueda ser atendido mejor y más
adecuadamente por dichos profesionales. Por supuesto, el médico
se integraría en las juntas de dirección de las instituciones, y en las
de coordinación con otros servicios (salud pública, servicios
sociales, educativos, judiciales y demás). Habría que utilizar
adecuadamente las nuevas tecnologías de la información para
ayudar a difundir los encuentros indirectos (teléfono, Internet,
teleconsultas y demás), pagados según la accesibilidad que cada
médico estuviera dispuesto a aceptar. Dichas tecnologías deberían
permitir el mejor uso del conocimiento, facilitando la transmisión
desde las revistas e informes al trabajo clínico diario, y la mejor
toma de decisiones con sistemas informáticos descentralizados
(capaces de conectarse para transmitir con un identificador
encriptado datos mínimos básicos por consulta, paciente, médico y
servicio).

Comentario
Los cambios no se producen si no hay fuerzas (sociales,
profesionales, institucionales y/o políticas) que los provocan. Es
importante que los cambios en la práctica médica los lideren los
propios médicos, pues en general se les imponen. Para ello lo
crítico es imaginar los cambios posibles y seleccionar los deseables
para la población, los pacientes, los médicos, y las instituciones. El
paso siguiente exige de líderes brillantes, constantes y prudentes
capaces de transformar las ideas en acciones, y de arrastrar a los
indecisos y escépticos. Una buena estrategia buscaría la suma de
otras profesionales, de los gerentes, docentes, investigadores,
pacientes y políticos para difundir las primeras experiencias
exploratorias, necesarias cuando los cambios propuestos son muy
radicales. En buena lógica se establecería una dinámica de mejora
continua de la actividad médica, del ser médico, que conllevaría un
renacimiento de la profesión.

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